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"Lo que la oruga llama 'el fin', el resto del mundo lo llama 'mariposa'."

La democracia desordenada

La democracia desordenada

He aprovechado las vacaciones navideñas para leer “El desorden político: democracias sin intermediación” (Catarata, 2022) del profesor Sánchez-Cuenca, Catedrático de Ciencia Política de la Universidad Carlos III, y ello me ha ocasionado empezar el nuevo año con un cierto bajón. Su diagnóstico me parece de lo más acertado, pero su conclusión no puede ser más deprimente: no sabemos cómo solucionar el problema que nos plantea.


Este no es otro que el desorden que se ha instaurado en las democracias tradicionales, que ha tenido ya graves consecuencias, y que ha sido objeto de innumerables debates y escritos. Por mencionar solo algunos de sus síntomas, nos referimos al ascenso de líderes como Trump, Milei o Bolsonaro, al crecimiento de los partidos de ultraderecha en Europa y a decisiones como el Brexit tomadas por referéndum popular.

 

Después de analizar las posibles causas del fenómeno, el libro descarta que las principales sean las crisis económicas o la globalización, aunque a ambas les concede el papel de catalizadores o aceleradores del proceso. Su diagnóstico principal es que la causa está en el descrédito de los mecanismos de intermediación de la democracia.

 

¿Qué es un mecanismo de intermediación? Un buen ejemplo, que también aparece en el libro, es el de la Iglesia Católica, la cual, hasta el siglo XVI al menos, era la intermediadora entre los creyentes y Dios. Se arrogaba la exclusividad de interpretar las escrituras y de perdonar los pecados mediante la confesión y las indulgencias. Precisamente, la reforma de 1517 de Lutero atacaba ese papel de intermediadora, prohibiendo las indulgencias, estableciendo que el arrepentimiento era algo privado entre el creyente y Dios, dando libertad a estos para interpretar las escrituras y negando la obediencia al Papa. No es de extrañar que la Iglesia reaccionara violentamente ante estos planteamientos porque el protestantismo le despojaba de todo su poder sobre los fieles: los reformadores querían un trato directo con Dios y prescindir de ella como intermediaria.

 

Los dos grandes intermediadores de las democracias son los partidos políticos y los medios de comunicación. Los primeros intermedian entre el pueblo y el poder. Ordenan los problemas, les asignan prioridades, proponen soluciones y, cuando gobiernan, aplican dichas prioridades y soluciones. La democracia representativa consiste en delegar en ellos mediante el voto esta función de intermediación, lo cual hace a un país gobernable frente al caos que supondría una democracia sin partidos. Caos que ya se experimentó en los primeros años de la revolución francesa, cuando aún no existían estos.

 

Los segundos intermedian entre los ciudadanos y la realidad. De todas las posibles noticias que se producen cada día, los medios verifican, ordenan, priorizan y filtran un subconjunto de ellas. Sin esa labor —y ese es precisamente el drama de informarse por las redes sociales—,  el ciudadano queda expuesto a noticias sin verificar y a un magna plano de informaciones donde no es sencillo distinguir lo importante de lo accesorio.

 

Los medios, cuando cumplen honestamente su papel, son imprescindibles para configurar la opinión del votante. A través de ellos, el ciudadano se informa del grado de cumplimiento o incumplimiento de las promesas que hicieron los partidos gobernantes, de los casos de corrupción y de las propuestas de los partidos para solucionar los problemas que aquejan a la sociedad.

 

Pues bien, ambos intermediadores están en horas bajas. En un Eurobarómetro de 2021, tan solo el 7% de los españoles confiaba en los partidos políticos. Compárese con el 75% de confianza que despertaba una institución como la Policía. En cuanto a los medios convencionales, también ha decrecido su uso como fuente de confianza, especialmente entre las generaciones más jóvenes. Estas los ven como parte del “establishment” y prefieren mayoritariamente informarse en las redes a través de “influencers” y “youtubers” elegidos por ellos.

 

Añádase a lo anterior el desprestigio de la propia democracia como forma de gobierno. En una reciente encuesta de 40dB, el 26% de los jóvenes entre 18 y 34 años preferiría “en algunas circunstancias” una forma autoritaria de gobierno a la democracia. Tampoco la ciencia goza de credibilidad entre esos mismos jóvenes: la ven como una parte más del sistema, de un sistema que, en su opinión, les maltrata.

 

El libro aporta numerosas razones para explicar el desprestigio de los intermediadores y de la propia democracia, entre las cuales destacan la inmediatez que la tecnología de las redes y la telefonía móvil nos han proporcionado en los últimos veinte años y el creciente individualismo imperante en las sociedades democráticas. Las diferentes revoluciones culturales sufridas por estas —cuestionamiento de las jerarquías sociales y religiosas, liberación sexual, empoderamiento de las mujeres, etc— han configurado individuos ampliamente autónomos que ponen en cuestión la autoridad de todos los intermediadores, empezando por la Iglesia y la familia. Los medios y los partidos serían las últimas fuentes de autoridad en ser cuestionadas. Estos ciudadanos quieren, a través de las redes, un trato directo con las decisiones políticas y con la realidad.

 

Las “soluciones” encontradas hasta ahora por los que cuestionan el status quo vigente, no son tales. Los “hombres fuertes” como Trump, Milei, Bolsonaro, Maduro o Putin, son un espejismo que no solo no solucionan nada, sino que crean graves problemas adicionales, pese a haber llegado al poder por los votos ciudadanos. La historia está llena de estos hombres fuertes y de los desastres que causaron. Tampoco son soluciones los cómicos como Beppe Grillo —líder del movimiento 5 estrellas italiano—, los “influencers” como Alvise, o los empresarios como Musk y Berlusconi. Este tipo de democracia directa entre el líder y el pueblo, sin un partido por medio, conduce sin remedio al despotismo.

 

La democracia representativa, los partidos y los medios de comunicación convencionales están cuestionados, pero no se vislumbra cuál puede ser la alternativa. ¿Estamos ante un fin de ciclo de la democracia? ¿Seguirá aumentando su desprestigio entre las generaciones más jóvenes?¿Estamos abocados sin remedio a estos autoritarismos de nuevo cuño?

 

Todas estas preguntas quedan sin respuesta en el libro y en los numerosos debates actuales sobre el particular. El péndulo se aleja de un punto de equilibrio que ha funcionado razonablemente bien desde la Segunda Guerra Mundial. ¿Es posible revertir su marcha? ¿Cómo? 

 

Se me ocurren muchas cosas pequeñas que se pueden hacer —por ejemplo, perseguir los bulos con más eficacia, aumentar la democracia interna y la transparencia de los partidos, reforzar la independencia de los medios y de los periodistas—, pero ignoro si serían suficientes para dar marcha atrás en el camino recorrido.

 

 


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