La exquisita tela formaba parte del ajuar que el Califa Murad IV había regalado a Cristina de Lorena.

 

No era una elección cualquiera. Los finísimos hilos engarzados en telares de ébano y traídos del lejano oriente eran ideales para transparentar la magia del teatro de sombras chinas, delicia de la flor y nata de la sociedad romana cada atardecer del primer domingo de junio.

 

Hasta ayer.

 

Cuando la silueta de la bella princesa Chi se rendía ante el aguerrido perfil del guerrero Dan una chispa rebelde del candil saltó de su hogar-hoguera para morder la esquina del tejido donde el amor estaba a punto de consumarse. Y mientras el público apretaba con ímpetu la mandíbula, a fin de disimular la turbación de ver aquello que censuraban en sus alcobas, las llamas arrasaron la gloria, fundieron la ilusión y una tristeza de ceniza se evaporó para caer después como lluvia gris sobre los sombreros de plumas y las alas de valón de los hombres y mujeres que sufrían y amaban entonces igual que lo hacemos hoy.