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"Lo que la oruga llama 'el fin', el resto del mundo lo llama 'mariposa'."

La mierdocracia

La mierdocracia

Según la Wikipedia, kakistocracia —de kakistos, en griego, lo peor— es un término utilizado en análisis y crítica política para designar a un gobierno formado por los más ineptos, los más incompetentes, los menos calificados y los más cínicos. Según nuestra Real Academia, la forma correcta de escribirlo es caquistotracia. Las resonancias con nuestra palabra caca no son, en mi opinión, casuales. Yo propongo extender su significado, no solo a una forma de gobierno, sino a una forma completa de entender la política que, para nuestra desgracia, se ha enseñoreado del siglo XXI. Y también propongo llamar a este estado de cosas con un nombre aún más explícito: mierdocracia.


Perdóneme el lector no ser políticamente correcto en esta ocasión, pero los que practican este tipo de política tampoco lo son y los demás tenemos que soportar su mierda cada día. En estas últimas semanas, hemos tenido que escuchar a la diputada independentista Miriam Nogueras decir en el Congreso que el gobierno español tenía que “mover el culo” para pagarle a los catalanes lo que les debe; o a la señora Díaz Ayuso llamar “cobarde” al presidente Sánchez en la sede parlamentaria de Madrid por interrumpir su visita a Paiporta tras sufrir una agresión física; o afirmar que este “no es nada sin Franco”; o al señor Núñez Feijóo escucharle todos los días hacer política contra la familia del presidente Sánchez como único programa de oposición. Por no hablar de los dirigentes de Vox que, en una frase de diez palabras, son capaces de enlazar doce insultos.

 

La descalificación grosera, el insulto, la mentira, la utilización de la familia de los políticos y la mala educación nos han sido impuestas a los ciudadanos por ciertos partidos como si esa fuera la forma normal de expresarse en la vida pública y de hacer oposición. Habitualmente se expresan así los partidos de la derecha, la ultraderecha y los independentistas hiperventilados de Junts. Pero, ocasionalmente, también hemos visto esas formas “desinhibidas” de expresarse a dirigentes de Podemos, Sumar, Esquerra y a algunos portavoces del PSOE.

 

En las redes sociales, la mierda es aún más consistente y abundante que en las broncas parlamentarias. Los políticos se cruzan invectivas todavía más groseras, pero los ejércitos de adeptos de uno y otro bando, amparados en el anonimato de sus cuentas, se pierden ya todo el respeto y utilizan los calificativos más gruesos imaginables, amenazas incluidas.

 

Sabemos, por supuesto, que todo ello obedece a un propósito consciente, que no es otro que orientar el voto. La degradación del adversario explica los insultos y las mentiras en su contra y, los bulos que niegan todas las evidencias incluidas las científicas, tienen un propósito aún peor: degradar el propio sistema democrático y sus instituciones para alejar a las personas bien intencionadas de la política y orientar su voto hacia los “salvadores” de turno.

 

Pero, aún sabiendo que nada de lo que estamos viviendo es casual, yo al menos me niego a normalizarlo. Ya que no puedo exigir nada a los anónimos energúmenos que pueblan las redes sociales, si puedo exigir a los políticos elegidos —a los que hemos puesto ahí los ciudadanos— que me traten con respeto. No quiero que me arrojen su mierda de política a la cara cada vez que enciendo el televisor. Aparte de lo desagradable que resulta escuchar sus tóxicos discursos, me parece que el camino elegido es muy peligroso. A mi, tan solo me despiertan indignación, pero observo que a otros consiguen polarizarles y predisponerles contra sus adversarios. Encender y atizar odios puede ser rentable electoralmente pero, a medio plazo, degrada la vida política y hace la convivencia imposible.

 

La humanidad ha tardado muchos siglos en entender que no es aceptable invadir un país vecino y se ha dotado de unas reglas internacionales para condenarlo y evitarlo en lo posible —aunque, como vemos en las invasiones de Ucrania, Gaza, Libano y, ahora, también Siria, algunos mandatarios no se dan por enterados—. También ha tardado mucho en aceptar que la democracia es la única forma de sociedad que permite convivir a la vez en paz y en libertad. Pero, igual que no es aceptable la invasión del vecino, en democracia no es aceptable la agresión al adversario. La democracia exige respeto al otro y dirimir las diferencias por medio de la palabra, la argumentación, la negociación y, en última instancia, del voto. La argumentación en democracia persigue, no solo la persuasión, sino también hacer más sólida la posición propia ante los ciudadanos. El insulto, la agresión verbal, la simple mala educación o el acorralar judicialmente a los familiares del adversario no son formas aceptables de hacer política. Los discursos que escuchamos cada día están repletos de estos últimos ingredientes y huérfanos de cualquier argumentación.

 

Pero, además, cuando estas formas antidemocráticas triunfan, tal como ha sucedido en Estados Unidos, Argentina y, hace algunos años, en Brasil, los que suben al poder, son precisamente los peores, los más cínicos, los más fanáticos, en definitiva, los más mierdas. Y es entonces cuando la mierdocracia alcanza su máximo apogeo porque, a partir de ahí, los ciudadanos van a recibir toneladas de mierda en forma de recortes presupuestarios y de cercenamiento de sus libertades públicas. 

 

La única forma que veo al alcance del ciudadano común para frenar esta poza de inmundicia en que se ha convertido la expresión pública de la política es negarse a normalizarla. Ello se consigue escribiendo contra ella —como algunos tratamos de hacer—, pero también saliéndose de las redes sociales más tóxicas, negándose a difundir sus peores contenidos, contrastando los bulos en plataformas fiables antes de darlos por buenos y denunciándolos cuando se haya comprobado que lo son.

 

Y —aunque el voto de cada persona merece todo mi respeto— tal vez no contribuyendo con nuestro voto a encumbrar a posiciones de poder a estos personajes que enmerdan el espacio público.

 

 


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