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Cuento de Navidad
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A esta altura de mi vida, ya nadie me llama por mi nombre. Ahora, para todos, soy solo "el abuelo". Mis hijos, mi yerno, mi nuera, hasta aquellos que nada tienen que ver con mi familia —incluso el repartidor del supermercado, cuando viene a dejar las bolsas de los pedidos llenos de cosas que yo nunca voy a consumir— me dice: “Hola, abuelo, ¿cómo está?”. ¿Y a él qué le importa? Todos han debido olvidar el nombre que me fue dado en la pila bautismal. No me extraña; yo ni recuerdo cuántos años hace de eso. ¿Ochenta y dos, tres, cuatro…? No menos de eso. Recuerdo que lo celebraron cuando cumplí los ochenta.
Cuando uno tiene esa edad, no pide mucho. La verdad es que dejé hace tiempo de pedir nada. A mí la cabeza me funciona, o eso pienso, y cuando me trasladan de la mecedora a la mesa del comedor y de ahí a la cama, hago el viaje con mis pensamientos. Hace tiempo dejé de hablar, no porque no pueda hacerlo, sino porque decidí dejar de hacerlo voluntariamente. ¿Por qué? No lo sé a ciencia cierta. Una rabieta de viejo. Dejé de tener razón sobre cualquier cosa, o eso me decían o eso pensaba yo. ¡Caramba! En fin, dejé, poco a poco, de encontrar razones para hablar. ¿Para qué? No hablo porque no me da la gana. Aunque los médicos le han encontrado un nombre: "mutismo selectivo". Menudos son los médicos: nombres y pastillas tienen para cualquier cosa.
A pesar de todo, con esta cuestión tengo un importante secreto, que es el que voy a contar. Mi nieto mayor es la única persona con quien aún cruzo palabras, no pocas, muchas, y lo mejor es que no es algo que los demás sepan. A los pequeños no les hemos dicho nada; así lo pactamos los dos; son aún muy pequeños para guardar un secreto. Hace un año, más o menos, cuando tenía solo… no me acuerdo, descubrió que podía hablar. Fue una tarde como cualquier otra. Él entró a mi habitación creyéndome dormido, cuando me oyó exclamar una queja por haber oído en la radio —que, según dicen, me la ponen para que no pierda conexión con la realidad— que al Madrid se le había lesionado en un entrenamiento el delantero centro, con lo que cuesta que haya uno que funcione. El interés por el fútbol es lo único que, a veces, da sentido a continuar viviendo. Bueno, no es cierto, lo único no.
—Abuelo, estás hablando —me dijo con una mezcla de sorpresa y alegría.
Desde entonces, sellamos un acuerdo, un pacto de compañeros, en el que él mantenía mi secreto a cambio de que le contara, en nuestras tardes juntos, cuentos distintos, siempre distintos. Eso mientras el resto de la familia creía que solo me acompañaba un poco por obligación y otro por lástima. Desde que era un bebé, le encantaba que le contaran historias, aunque no entendiera la mitad de las palabras, las memorizaba y las hacía suyas. Yo pensaba que era el más rápido en hacerlo, soy su abuelo, dirán. Las demás, sus mujeres, su madre y su abuela, le contaban los cuentos tradicionales, una y otra vez, a petición del oyente. No le importaba, era capaz de escucharlos cientos de veces. Se los sabía de memoria. Yo, hasta que me infecté de mutismo, le contaba cuentos inventados y nunca estuve seguro de si le gustaban. Creo que no. Eso lo deduje, pues siempre me decía: "Ese ya me lo has contado, cuéntame otro distinto". Las historias de “la cebra Antonia” creo que fueron las únicas que tuvieron algún predicamento. ¡Quiero pensar!
Esta Navidad creo que todo cambió. Era la víspera de Nochebuena, y la casa estaba decorada con luces y guirnaldas, como cada año. Podía oír a mis hijos y a sus parejas cumpliendo las, siempre certeras, instrucciones de la abuela en la cocina, preparando la cena. Ella nunca ha perdido, a pesar de la edad, el dominio de su principio de autoridad. El olor a cochinillo inundaba el aire, mezclado con el aroma a lombarda, sobre el que mi nieto siempre refunfuñaba, pues decía: "Ya están cocinando eso que huele a pedo". Él, mi pequeño compañero, estaba sentado en silencio junto a mi cama, esperando un nuevo cuento que, él esperaba, que ese día tuviera ambiente navideño. No podíamos hablar, ya que los demás estaban muy cerca. Con un gesto de la mano, le señalé que lo guardaría para más tarde, cuando estuviéramos solos.
Me estremecí al pensar que tal vez sería una de las últimas historias que le contaría. Hacía unos días, mi yerno había entrado a mi habitación con una noticia que me dejó sin aliento. No iban a pasar las vacaciones de Año Nuevo en la costa donde vivían sus padres, no sería cosa de una semana como el niño creía, y yo también. No, se iban a los Estados Unidos, donde les habían ofrecido un gran trabajo, una estupenda oportunidad para progresar, muy bien pagado, lo cual en unos años les permitiría comprar una casa más cerca de la nuestra. Además, los niños aprenderían inglés. "Hoy es tan necesario, abuelo", me dijo. El futuro, sin duda, sería mejor, ¡excepcional! Mi yerno, para ser sincero, me lo explicaba con el cariño que siempre utilizaba conmigo, aunque yo pensaba que lo hacía así porque le daba mucha pena, creía que me enteraba de poco o nada. Lo que no sabe es que, aunque me llame "abuelo" con insistencia, yo sigo siendo un hombre que todavía siente, piensa y ama, especialmente a mis nietos. La verdad es que me dio un disgusto mayor que si el Madrid bajara a segunda. Qué tontería estoy diciendo, como si eso me importara ahora.
Esa noche, mientras el bullicio navideño llenaba la casa y los villancicos resonaban suavemente en “Alexa” —esa a la que le hablaban más que a mí—, me sumí en mis recuerdos. La Navidad siempre la había sentido como una época especial y tristona. Recordé a mis padres, mis hermanos y a cuando mis hijos eran pequeños, cómo esperaban ansiosos la llegada de los Reyes Magos, sobre todo ese día. Ahora, sin embargo, solo quedaban las añoranzas y este cuerpo envejecido que las transportaba, y que se resistía a ceder, aunque ya no sea más que una sombra muy lejana de lo que fue.
A pesar de todo, la Navidad todavía tenía un significado. No por los regalos ni por la comida —que yo apenas puedo masticar, todo es demasiado duro—, sino por compartir momentos que recordar. Este año, los compartiría con mi compañero de secreto y narraciones, tal vez, por última vez, antes de que… se fuera por mucho tiempo, quizás demasiado tiempo para este viejo cuerpo.
Después de la cena, cuando todos estaban distraídos con los postres, mi nieto se deslizó nuevamente hacia mi habitación. Dejó con cuidado la puerta entreabierta y se sentó junto a mí, con su sonrisa ansiosa, sabiendo que era el momento de cumplir con nuestro acuerdo.
—Cuéntame, abuelo —dijo en voz baja, con esos ojos brillantes que tanto me recuerdan a su madre cuando era niña.
En ese instante, comprobé que los otros niños se habían escurrido dentro de la habitación y, agazapados en un rincón, en perfecto silencio, parecían dispuestos a escuchar también la historia. Pensé que, a lo mejor, mi compañero confidente se había ido de la lengua. Ellos querían, al parecer, también su historia. Yo, viendo sus caritas expectantes, pensé que estaba ante un momento importante y no sabía si sería capaz de contarles un cuento diferente. Tocaba algo de la Navidad. ¡Uf! Cuánta responsabilidad para este viejo. Un público muy exigente.
—Esta será una historia especial —empecé con una voz suave y con un tono solemne, rompiendo el silencio que, para todos, menos para uno, era lo habitual.
Los niños se acurrucaron a mi alrededor, como si estuvieran esperando que algo mágico ocurriera. Solo oír al abuelo ya lo era. No sabía exactamente cómo seguir, pero sabía que quería hablarles de algo más que regalos, renos, enemigos de la Navidad o luces brillantes. Quería hablarles de lo que realmente siempre me había importado de la Navidad: los niños, ellos, los que antes fueron, los que fuimos y los que después serán.
Los niños me miraban con asombro y desconcierto. Unas lágrimas llegaron hasta mi nariz.
—Hace muchos años —arranqué—, cuando yo tenía más o menos vuestra edad, vivía en una pequeña casa en el campo con mis padres y mis hermanos, que eran como vosotros —les dije, pasando la mano por sus cabezas. No teníamos muchas cosas, pero siempre había algo que hacía que la Navidad fuera especial. Había comidas ricas que preparaba mi madre, que había aprendido de la suya y esta de la suya, villancicos, juegos, padres…
Les conté sobre aquella Navidad en particular, cuando la nieve había cubierto todo alrededor de nuestra casa, como si todo se hubiera pintado de blanco, algo que hacía mucho tiempo no pasaba. El viento silbaba tan fuerte que parecía que el invierno había aprendido a hablar. Soplaba tan fuerte como el lobo feroz de los tres cerditos. Pero dentro de casa, sentíamos algo cálido y reconfortante. No era el fuego en la chimenea; era el amor que compartíamos. Nos abrazábamos y nos sentábamos juntos y calentitos, esperando ese momento mágico en que la Navidad llegaba y se metía dentro de todos nosotros y nos hacía que fuéramos más buenos. Les pregunté: —¿Sabéis qué es el amor? El más pequeño se levantó y me dio un beso en mi barbada mejilla.
Intenté continuar: —Recuerdo que esa Nochebuena todos pensábamos que Papá Noel ni los Reyes podrían llegar por la nieve —les dije, viendo cómo los ojos de los niños se agrandaban de preocupación—. No el Papá Noel que conocemos hoy, con su traje rojo brillante y su risa fuerte. Era más como un susurro de viento, una promesa. ¿Sabéis qué es una promesa?
—Sí —me dijo la niña—, lo que Papá nos dice: "Os prometo que...", pero no siempre lo hace, abuelo.
—Bueno, digamos que es algo así. Pero ellos siempre lo intentan para que estéis contentos. Aunque las cosas sean difíciles, siempre hay algo bueno después. A Papá Noel y a los Reyes Magos nunca se les puede ver, igual que al viento, pero cuando vamos caminando, nos va haciendo cosquillas en las orejas. Siempre va con nosotros.
Los niños me miraban con asombro y desconcierto. Unas lágrimas llegaron hasta mi nariz.
—Esa noche, mientras el viento seguía soplando —proseguí—, mis padres nos contaron algo importante. Nos dijeron que la Navidad no se trataba de lo que recibimos, sino de lo que ya teníamos: unos a otros. Y aunque el invierno fuera largo y frío, sabíamos que siempre estaríamos juntos. Y eso, niños, es lo más valioso que uno puede tener.
Hice una pausa, viendo cómo algunos de los niños se revolvían.
—Por eso, aunque no estemos juntos, hay un viento que nos une a unos con otros, como si fuera un hilo mágico que nos ata a todos.
—Quizás algunos de vosotros estéis lejos el próximo año —dije suavemente—. Pero quiero que recordéis algo: no importa cuán lejos estemos, siempre estaremos conectados por ese hilo mágico e invisible.
Uno de los niños, que hasta entonces había estado en silencio, me miró con curiosidad y preguntó:
—¿Cómo vamos a estar conectados si estamos lejos?
—Ah, esa es la magia de la Navidad —respondí con una sonrisa—. Los recuerdos que creamos juntos, las historias que compartimos, los besos que nos dimos, todo eso queda con nosotros; eso lleva el hilo invisible que nos une, sin importar dónde estemos.
Los niños asintieron, como si comenzaran a entender cosas muy profundas. Mis hermanos y yo recordamos aquella Navidad en la pequeña casa en el campo, donde, por la nieve, no hubo regalos, pero sí muchos juegos, risas compartidas y cariño. Eso es lo que hace que la Navidad sea especial: no los regalos ni los adornos, sino que, pase lo que pase, siempre estaremos unidos, como compañeros. ¿Sabéis de dónde viene compañeros? De comer el pan juntos, de compartir —dije, guiñando un ojo a mi nieto mayor.
Hubo un silencio en el cuarto, pero no era un silencio vacío. Era un silencio lleno de significado, como si los niños estuvieran guardando cada palabra en sus corazones. Sabía que, aunque eran pequeños, habían comprendido algo distinto. O eso este pobre viejo quiere pensar.
—No olvidéis que el hilo mágico siempre nos une —les dije concluyendo.
Los pequeños salieron corriendo a la llamada de sus padres.
—Y eso, compañero —le dije, abrazando a mi nieto mayor, que se había quedado conmigo, depositando un beso en su cabeza—, es lo que quiero que recuerdes cuando estés lejos. No importa cuán lejos estés, siempre estaremos conectados por ese hilo mágico.
Mi nieto asintió; sus pequeños ojos brillaban con emoción y algo más, tal vez una comprensión del amor que solo los niños poseen. Nos quedamos en silencio un momento, antes de que se inclinara hacia adelante y, besándome, susurrara:
—No lo olvidaré, abuelo. Lo prometo.
Sellamos de nuevo nuestro pacto con una sonrisa cómplice; les diremos a los pequeños que el abuelo nunca más habló. En nuestro interior, sabíamos, desde aquel momento, que aunque la distancia nos separara físicamente, siempre tendríamos nuestras historias, nuestros recuerdos y nuestro secreto compartido, las conexiones invisibles que nos mantienen unidos, incluso cuando el mundo se empeña en separarnos.
La mañana de Navidad llegó con una mezcla de alegría y tristeza. Los niños corrían por la casa, abriendo sus regalos, mientras mis hijos ya hablaban sin hacerlo susurrando sobre su viaje. Cuando llegó el momento de despedirnos, mi nieto se acercó a mí con lágrimas contenidas en sus ojos. Le devolví su mirada, sereno, y le susurré al oído:
—Siempre estaremos juntos, compañero. Siempre.
Él asintió, sabiendo que era verdad. Mientras salía por la puerta, levanté mi mano temblorosa en un gesto de despedida. Él me devolvió el gesto, agarrando con su mano izquierda la otra muñeca, recordando nuestra alianza, más fuerte que la distancia.
Y entonces, la casa quedó en silencio.
Pasé el resto del día recordando nuestras charlas, nuestros cuentos, y me di cuenta de que, aunque mi nieto estuviera lejos, la Navidad había traído algo más que regalos y luces. Había traído la certeza de que el amor y los recuerdos sobreviven a cualquier distancia. Y aunque ahora la casa estuviera más vacía que nunca, no me sentía solo.
Porque en cada cuento que alguna vez le conté, en cada palabra que compartimos, sabía que una parte de mí siempre estaría con él, dondequiera que fuera. Eso tienen los cuentos: salen y van al corazón.
Y eso, en esta Navidad, era todo lo que necesitaba.