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"Lo que la oruga llama 'el fin', el resto del mundo lo llama 'mariposa'."

Vértigo

Vértigo

A escala internacional, los acontecimientos se suceden a un ritmo vertiginoso. Lo que ayer parecía establecido, hoy se tambalea o  incluso se desmorona. Damasco cae en poder de los insurgentes tras apenas once días de ofensiva. Seúl vive un inesperado golpe de Estado. Georgia se debate contra la tentativa de resituar al país bajo tutela rusa. En Rumanía se anulan los resultados de las elecciones presidenciales bajo la sospecha de injerencia de Moscú. En el corazón de Europa, Francia se halla sin gobierno, inmersa en una crisis de régimen, y Alemania se ve abocada a elecciones anticipadas. Entre tanto, la guerra prosigue en Ucrania y el ejército israelí sigue sembrando la devastación en Gaza y en el Líbano. Las guerras de África permanecen olvidadas, mientras los mercenarios rusos van reemplazando a los militares franceses en la disputada franja del Sahel. Y el mundo entero contiene su aliento a la espera de la llegada de Trump,a la Casa Blanca, consciente de que su segundo mandato no supone una promesa de estabilidad, sino todo lo contrario.


Desde luego, echar un vistazo a nuestro entorno produce vértigo y desazón. Ese sentimiento impregna profundamente a las sociedades occidentales y explica en gran medida su comportamiento. La globalización neoliberal ha dejado tras de sí un mundo incierto y desgobernado, en busca de nuevos equilibrios geoestratégicos que se dirimen por la fuerza. La rivalidad entre Estados Unidos y China marcará sin duda el devenir del siglo. Pero, en los lindes de ese enfrentamiento, debilitados los organismos internacionales de mediación – empezando por la propia ONU -, otras potencias emergen y buscan ampliar sus respectivas zonas de influencia, dando lugar a sangrientos conflictos regionales. Nunca se habían registrado tantos desde el final de la Segunda Guerra mundial. Putin sueña con recomponer el imperio ruso. Turquía, presente en Siria y Libia, siente nostalgia de las glorias otomanas. Incluso un Estado paria como Corea del Norte busca notoriedad guerreando en las planicies de Ucrania. Por su parte, los países del desafortunadamente llamado “Sur Global” tratan de hablar con voz propia… sin lograr escapar de los grandes alineamientos- La fundada crítica a la doble vara de medir de Occidente o la invocación de las heridas abiertas del pasado colonial enmascaran a veces la caída en nuevas dependencias.

 

En ese contexto, es innegable que Europa se encuentra en una encrucijada vital. Los parámetros en los que se ha movido en las últimas décadas han cambiado por completo. La situación de Alemania lo resume a la perfección. La prosperidad del bastión industrial del continente se basaba en una energía barata – el gas ruso, que ha dejado de fluir -, un importante flujo comercial con China – que se ha convertido en competidor directo – y una defensa a cargo de Estados Unidos – que gira ahora su atención hacia el Pacífico. De modo brusco, la guerra de Ucrania revela la debilidad de una autonomía europea que necesitaría acelerar el ritmo, so pena de verse superada por los acontecimientos. Las dinámicas de polarización política y el ascenso de los nacionalismos populistas actúan en sentido contrario, erosionando las democracias y socavando la construcción europea. Y el retorno de Trump, aislacionista y negacionista, no puede sino alentar esas tendencias.

 

Así lo apuntaba Daron Acemoglu, Premio Nobel de Economía 2024, en una reciente entrevista recogida por “Le Monde” (6/12/2024): “La incertidumbre es grande, y aumentará sin duda en todo el mundo. Tanto más cuanto que Trump debilitará aún más la gobernanza internacional”. Y concretamente, por lo que se refiere a Europa: “Parece poco realista que Trump imponga aranceles elevados a los productos franceses o alemanes, pero conservará probablemente gran parte de la Inflation Reduction Act (el gran plan de apoyo a la industria, lanzado en 2022 por Biden) y del Chips Act (las subvenciones al sector de los semiconductores, para hacer frente a la competencia china), puesto que esas medidas son favorables a la inversión americana. Lo que irá probablemente en detrimento de la industria europea. Si tantas tecnológicas francesas y alemanas vienen a Silicon Valley a instalarse es porque ahí encuentran el dinero que falta en Europa para costear la innovación. Es un problema. Sobre todo porque el Viejo Continente deberá invertir mucho más en defensa”. En otras palabras: cuanto más necesario es un esfuerzo mancomunado de los países europeos, mayor es el conflicto en su seno entre las fuerzas partidarias de un salto adelante federal y las tendencias, azuzadas por la extrema derecha, hacia un repliegue nacional. La crisis global se conjuga con los efectos inducidos por el neoliberalismo en el seno de las naciones industriales.

 

“Entre los años 1950 y 1970 – prosigue Daron Acemoglu -, había a ambos lados del Atlántico un crecimiento rápido de los salarios y un descenso de las desigualdades. Pero éstas empezaron a aumentar con fuerza en Estados Unidos a partir de la década de los 80. Se hicieron evidentes con la crisis de 2008 y, hoy, la confianza en la democracia se encuentra a su nivel más bajo en todas partes.” Una pérdida de confianza que va asociada a las resistencias con las que se enfrenta el necesario abordaje del cambio climático. El gobierno anunciado por Trump incorpora a representantes directos de las industrias petroleras, hostiles a las políticas de transición ecológica. Pero el discurso de esos magnates, invocando el retorno a una grandeza perdida, conecta con la frustración de amplios sectores de las clases populares: “En Estados Unidos, las políticas de transición han sido costosas para los obreros del Midwest que trabajaban en las fábricas de carbón o en las industrias extractivas. Han tenido el sentimiento de que se les señalaba como responsables del cambio climático, y que debían pagar por ello. Hubiese sido necesario asociarlos a esas mutaciones, explicándoles que al mismo tiempo se abrirían otras fábricas, posicionadas en la transición energética, creando nuevos empleos. Pero, a nivel local, no se hizo ese esfuerzo.”

 

No habrá transición ecológica sin justicia social. Toda la evolución de la situación nos remite a la cuestión política. Y ésta a un desafío mayor, de proporciones históricas, para la izquierda. El Premio Nobel aconseja no sobreestimar la capacidad de los contrapoderes institucionales para frenar a Trump, que “tiene a su alrededor un equipo unificado, mientras que la sociedad civil está completamente desmoralizada y dividida”. El diagnóstico es extensible al conjunto de los países occidentales: “Estos países no han invertido lo suficiente en servicios públicos e infraestructuras, que se degradan por doquier. El reposicionamiento de los partidos de centro izquierda, que se convirtieron en los representantes de las élites culturales en lugar de la clase obrera, ha causado verdaderos estragos. Han dejado de entender las necesidades reales de la población.

 

¿Sólo cabría, pues, desesperar ante un escenario de crecientes conflictos armados, de calentamiento global, de ingentes desafíos para la construcción europea y de amenazas directas a las democracias? No, desde luego. El futuro no está escrito. “En el curso de los próximos años – concluye Acemoglu -, será esencial que un gobierno de centro izquierda, en un gran país (Francia, Canadá, Reino Unido o Alemania), sepa reconstruir un consenso con la sociedad, renunciando a la arrogancia tecnocrática. Que muestre el camino, proponiendo un nuevo contrato social e igualitario que responda a las preocupaciones de la clase media y de la clase obrera. Sin eso, será muy difícil cortar el paso a la derecha autoritaria.

 

España no figura en la lista de esos grandes países. A nadie se le escapa, sin embargo, que las circunstancias por las que atraviesa la socialdemocracia europea hacen que recaiga sobre el gobierno progresista de Pedro Sánchez una responsabilidad sobrevenida en la apertura de esa perspectiva. El momento es grave y no admite diletantismos en la izquierda. Que no nos invada el vértigo.


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