Madrid está siendo la punta de lanza en la aplicación del ideario ultra consistente en acabar con las universidades públicas, pero se trata de un movimiento mucho más amplio, que podría afectar en el futuro a todas las universidades públicas españolas y tal vez también a las europeas. Es urgente levantar barreras ante esta nueva ola reaccionaria, porque es menos gravoso preservar lo que tenemos antes de que sea destruido, que levantarlo después de sus cenizas.
Muchos analistas coinciden ya en la constatación del auge global de un movimiento iliberal y ultraderechista que alienta campañas de desinformación, de propagación de bulos y de negación de las evidencias científicas. Gran parte del triunfo de autócratas como Trump y Milei y de ascensos meteóricos del líder prorruso en la primera vuelta de las elecciones rumanas o de partidos ultras desconocidos hasta hace muy poco en España, como Se Acabó la Fiesta y Alianza Catalana, son debidos a este tipo de campañas.
Los dos enemigos principales de esta ola reaccionaria son las instituciones democráticas y la ciencia. Su modo de operar consiste en sembrar dudas sobre todo por medio de bulos y medias verdades. Algunos les funcionan y otros no. Pero, como los misiles y drones de la guerra de Putin, se lanzan muchos a la vez para asegurar que un número suficiente llega a su destino. Lo hemos visto en las redes sociales con ocasión de la DANA de Valencia: mintieron sobre el número de cadáveres, dijeron que el gobierno los enterraba por la noche para no dar cuenta de ellos, que la ropa recibida como ayuda se tiraba la basura, que se habían amputado pies y manos de los voluntarios debido a las infecciones y muchas otras mentiras semejantes. Algunos de estos bulos fueron amplificados por medios de información, en otra época serios, como las cadenas de televisión Cuatro, Antena 3 y Telecinco.
El objetivo no es que los inocentes usuarios de las redes se crean todos los bulos, sino sembrar el escepticismo hacia cualquier información, aunque esta provenga de medios honestos, de instituciones democráticas, de agencias estatales como la AEMET o de los científicos. De esta forma, el ciudadano termina por no creerse nada y por desconfiar de cualquier institución o medio de comunicación. Se le aleja de la política y se le anima, o bien a su abstención en las elecciones, o bien a votar a los salvadores de turno. Estos salvadores ganan adeptos haciéndose pasar por personas ajenas a la política o, al menos, por políticos no convencionales que también critican a los partidos mayoritarios y a las instituciones democráticas. Basta para comprobarlo con estudiar detenidamente los discursos que emite el señor Abascal o el influencer Alvise.
En esa senda, las universidades públicas son un obstáculo. Precisamente porque su objeto de trabajo es la verdad científica y la creación de nuevo conocimiento, pero, también, porque son instituciones plurales que a veces toman partido público en los grandes debates de nuestro tiempo, como pueden ser el cambio climático, las vacunas, el fenómeno migratorio o las guerras de Gaza y Ucrania. Otros valores asociados a la universidad pública son promover la igualdad de oportunidades, funcionar como ascensor social, fomentar el espíritu crítico y, en definitiva, formar ciudadanos con criterio propio. Todo ello entorpece la estrategia ultra de manipular las conciencias de las personas para hacerles votar a favor de sus intereses.
La batalla emprendida por la señora Ayuso contra las universidades públicas madrileñas —consúltense estos dos trabajos, donde que se argumenta esta afirmación— va mucho más allá de fomentar el negocio de las universidades privadas. Se trata de promover un verdadero cambio de modelo educativo, en el que se eliminen las instituciones de pensamiento independiente y se sustituyan por entidades privadas que persigan el adoctrinamiento conservador a cargo de la Iglesia Católica o el simple ánimo de lucro. En ningún caso, el espíritu crítico o la creación de conocimiento científico.
El envite es de tal envergadura que ha merecido un editorial (El País, 29/12/24) y un artículo de la analista política Máriam Martínez Bascuñán (El País, 28/12/24) en el periódico generalista más vendido de España. También, los seis rectores han emitido un comunicado común denunciando la asfixia a la que están sometidas sus universidades y han pedido una reunión con la señora Ayuso para instarla a que cese en su empeño de descapitalizarlas.
Pero el mismo modelo de Madrid está empezando a aplicarse en otrás comunidades gobernadas por el PP, tales como Galicia, Extremadura, Murcia y Andalucía, donde hay varias universidades privadas en espera de aprobación, lo que confirma que se trata de una estrategia general de la derecha española para cambiar el modelo educativo de la educación superior.
La pregunta sería si, además de los rectores, alguien más está dispuesto a intentar frenar este despropósito. Repasando la Constitución, hay cuatro artículos —el 149.1, el 150.3 y el 153 y el 155.1— que permitirían al gobierno central o al Tribunal Constitucional intervenir cuando una comunidad autónoma legisle en contra del interés general. ¿Qué diríamos si, por ejemplo, la comunidad de Castilla y León legislara para desentenderse del mantenimiento de la catedral de Burgos? Seguramente, que se está atentando contra el patrimonio nacional y que el gobierno central debería impedirlo. Pues exactamente esto es lo que está haciendo la señora Ayuso con nuestras queridas universidades públicas: destruir o degradar un patrimonio —inmaterial, pero imprescindible para el avance de la sociedad— que es de todos y que se ha construido con muchos años de buen hacer.
Otras alternativas más creativas podrían ser que el gobierno central donase graciosamente 200 millones a las universidades madrileñas para que puedan seguir funcionando, o bien alentar una campaña de mecenazgo para que los mecenas españoles —que los hay— complementen la miserable subvención de la señora Ayuso con fondos privados, o bien iniciar una campaña de crowdfunding en las redes sociales, o bien animar a los docentes a que impartan clases en la calle y pidan dinero a cambio como ese hizo en 2014 con el movimiento “la uni en la calle”.
Todas estas iniciativas, no solo frustrarían las intenciones de la presidenta ultra, sino que además la dejarían en evidencia ante la opinión pública.