"Un hombre noble es leal y sincero; oculta la verdad solo si su intención es destruir al otro. La verdadera lealtad no teme incomodar si busca el bien común." — Confucio
El Congreso del Partido Socialista Obrero Español (PSOE), en lugar de ser un mero evento mediático y un acto de glorificación del hiperliderazgo, debería haberse planteado como una profunda reflexión sobre el estado actual de la política en general y de los partidos políticos en particular: su desconexión con la ciudadanía y su deriva hacia una política que termina siendo un coto cerrado de elegidos por la divinidad y no por quienes deberían decidirlo.
Lejos de ser un problema exclusivo del PSOE, este fenómeno es transversal a las fuerzas políticas de España y buena parte de Europa, tanto de izquierda como de derecha. Todo evoluciona, y el sentido de la militancia política también.
En la España de los años 60, en plena dictadura franquista, la militancia política no era un camino fácil. Se pagaba con la cárcel o el exilio y, desde luego, no era una actividad lucrativa. La militancia implicaba riesgos, clandestinidad y sacrificios personales. Ser militante de un partido socialista, comunista o nacionalista era ser un raro en una sociedad que vivía en silencio. Era una actividad ideológica compleja, a menudo preñada de un galimatías de dogmas y estrategias —a veces mal entendidas— entre prochinos, trotskistas, prosoviéticos, liberales, radicales... Pero el objetivo común era conseguir que España fuera una democracia homologable con las europeas. Los partidos se concebían como instrumentos para canalizar esa aspiración y alcanzar la normalidad, no como estructuras de poder al servicio de sus dirigentes. En el mejor de los casos, los líderes aspiraban a mantener las esencias del pensamiento.
Con la llegada de la democracia a finales de los años 70, la militancia política cambió de significado. El entusiasmo por construir un nuevo sistema político trajo consigo una oleada de ciudadanos, especialmente jóvenes, que se sintieron comprometidos con la construcción de un país diferente, contrario a la exclusión que sufrieron sus padres. Los partidos adquirieron un papel crucial en el diseño de las instituciones democráticas, y la política se llenó de personas en las que, en la mayoría de los casos, primaba la vocación de servicio público.
Sin embargo, en los años 80 comenzó a observarse un fenómeno que marcaría el devenir de los partidos y que nos lleva hasta la realidad actual: la profesionalización de la política. Cada vez más personas se aproximaban —y se aproximan— al activismo no tanto por ideales, sino con la expectativa de obtener un cargo público, un sueldo, una carrera estable y una proyección social en un mundo cada vez más necesitado de reconocimiento. La épica de la militancia de antaño se convirtió en pura estética. La frase atribuida a Max Weber, "el político debe vivir para la política y no de la política", comenzaba a invertirse, con consecuencias graves.
En las últimas décadas, la política española se ha transformado en lo que podría denominarse una "oficina de colocación", tanto a la izquierda como a la derecha. Los partidos han devenido en máquinas burocráticas cuyo principal objetivo es repartir puestos y privilegios entre sus fieles, no necesariamente leales. La política dejó de ser un medio para cambiar la sociedad y se convirtió en una vía para cambiar la propia vida: garantizar una estabilidad económica que, en muchos casos, sería inalcanzable en otra actividad. Aunque esto no es absoluto, sí es mayoritario.
Hoy, la percepción generalizada es que tenemos una clase política desvinculada de las preocupaciones reales de los ciudadanos, con una clara tendencia a perpetuarse en el poder o a utilizar su paso por las instituciones como trampolín hacia el sector privado. El fenómeno de las "puertas giratorias" ha sido denunciado por unos y aplaudido por otros. Desde tertulianos de televisiones públicas y privadas hasta consejeros de administración cuyo único mérito es su agenda de contactos, el lobbying parece el destino final de muchos dirigentes políticos. Algunos, si tienen aliados en el poder, incluso pasan por el Consejo de Estado o el de RTVE, con el único mérito de su militancia partidaria. En lo personal, ole su suerte, pero en lo institucional, hacen un flaco favor a la democracia.
La entrada en política ya no depende del conocimiento, sino de las relaciones. Los registros de transparencia política son una mera formalidad. Ante una ciudadanía más exigente, algunos políticos han inflado currículos, inventado titulaciones y obtenido doctorados cuestionables. Sin embargo, los títulos fabricados no suplen la falta de lecturas y saberes. Este fenómeno, transversal a partidos de izquierda y derecha, refleja cómo la mediocridad política y la simplicidad del discurso —basado en argumentarios de asesores— tienen mucho que ver con esta profesionalización.
El mayor drama de la política contemporánea, sin embargo, es la pérdida de sentido democrático dentro de los propios partidos. Lo que antes eran espacios de debate, donde las bases discutían y decidían el rumbo político, han pasado a ser estructuras verticales dominadas por pequeñas élites. Los militantes han perdido voz y protagonismo; su función parece limitarse a respaldar decisiones ya tomadas por las cúpulas. Aceptan sin cuestionar giros de 180 grados en políticas trascendentales, temiendo que la discrepancia sea vista como una traición al partido y, peor aún, como un impulso para que lleguen “los otros”.
Esta falta de participación, unida a la obsesión por la lealtad al líder, ha generado una cultura de "fusilamiento político" del discrepante. Cuestionar decisiones de los dirigentes supone marginación o expulsión. Esto no es nuevo: Norberto Bobbio advertía que "el principal peligro para la democracia es la falta de pluralismo interno en las organizaciones que dicen defenderla."
Los congresos de los partidos, que deberían ser oportunidades para el debate profundo y la renovación de ideas, se han convertido en meros trámites para reforzar liderazgos y repartir cuotas de poder. ¿Cuántos dirigentes políticos asumen responsabilidades por sus errores? ¿Cuántos, por dignidad, dan un paso atrás? Hoy la política española evidencia una alarmante incapacidad para reflexionar. Esto resulta especialmente trágico en momentos de crisis, como las recientes inundaciones que se cobraron más de 200 vidas. En lugar de respuestas responsables, los dirigentes han protagonizado un vergonzoso espectáculo de reproches y justificaciones, dejando a los damnificados en el abandono. La gestión puso de manifiesto la falta de preparación técnica de los políticos y su alarmante ausencia de responsabilidad.
En un mundo en constante transformación, la política no puede seguir ignorando que los ciudadanos se relacionan de forma diferente con el poder. Sin embargo, los partidos parecen anclados en el pasado, atrapados en dinámicas internas alejadas de las necesidades del siglo XXI. Es absurdo que, en un contexto donde los algoritmos predicen comportamientos sociales, los congresos políticos sigan siendo espectáculos ritualizados sin impacto real.
La crisis de los partidos tradicionales no implica el fin de la política, sino su reinvención. En tiempos de desafección democrática, es urgente recuperar el sentido original de la política: servir a la ciudadanía y trabajar por el bien común. Esto exige partidos más transparentes y líderes dispuestos a poner límites a sus propias ambiciones. No obstante, la lucha encarnizada por el poder, ejemplificada en casos recientes de corrupción o falta de transparencia, refleja una visión cortoplacista. La decadencia de la democracia se profundiza cuando el objetivo se limita a repartir prebendas y evitar que gobiernen otros.
La crisis de los partidos no es solo estructural; es un problema de valores
El Congreso del PSOE debería haber sido una oportunidad para impulsar un cambio profundo. Sin embargo, para algunos, será visto como ingenuidad, y para otros, como traición. La política española necesita dirigentes que comprendan que la democracia implica asumir responsabilidades y abandonar el poder cuando es necesario.
La crisis de los partidos no es solo estructural; es un problema de valores. Solo recuperando el sentido del servicio público, la política podrá volver a ser un espacio útil de transformación social. Como escribió Ortega y Gasset en La rebelión de las masas: "La política es el arte de dirigir, no de servirse." Mientras esto no cambie, los congresos seguirán siendo un reflejo de la decadencia de un sistema que necesita urgentemente renovarse.
ESPECIAL DE LA HORA DIGITAL SOBRE EL 41º CONGRESO FEDERAL DEL PSOE