Según relata la autora de esta novela, que cayó en mis manos por casualidad —y que, sin duda, no dejaré de recomendar a mis amigas del club de lectura—, la historia se desarrolla en un Santiago (de Chile) de finales de cualquier octubre, en florida primavera y en pleno ajetreo político y social. Es un relato cargado de absurdos, enredos y, sobre todo, de un humor tan chileno que uno no puede evitar soltar una carcajada cada dos páginas. Pero vamos al grano.
Todo comienza un martes cualquiera. Esa mañana, el ministro de Transportes, don Patricio Andrade, era el personaje más buscado del país. El hombre, conocido por su frase célebre: “¡El Transantiago es cosa de orgullo nacional; cualquier crítica no es de patriotas!”, había desaparecido sin previo aviso en un día clave: debía dar una conferencia de prensa crucial para anunciar el nuevo plan de modernización de buses eléctricos impulsado por una empresa china. La prensa, los asesores, su secretaria, su chofer y hasta la presidenta de la República intentaron localizarlo sin éxito.
Mientras el país se inquietaba por su paradero, la narración nos lleva a la pequeña pieza de un motel en San Miguel. Allí estaba don Patricio, acomodándose la corbata frente al espejo, mientras una mujer rubia, aún desparramada sobre la cama, encendía un cigarro con parsimonia. Ella se llamaba Alejandra, su jefa de gabinete, y había sido el “pollo al velador” (*) de Andrade durante los últimos tres meses.
—¿Cómo crees que nos fue esta vez? —preguntó Alejandra, tirando el humo hacia el techo.
—Exquisito, como siempre. Pero creo que ya me estoy pasando de la raya… —murmuró él, dándose un último vistazo en el espejo.
—No te hagas el santo ahora, Patito. Si siempre estás diciendo que esto te "revive el alma y te ayuda a decidir mejor".
Don Patricio suspiró, tomó su maletín y, con una mirada de complicidad, salió por la puerta trasera del motel, decidido a retomar su día. Pero aquí viene el primer enredo: al intentar llamar a su chofer, se dio cuenta de que había dejado su celular en el auto oficial, estacionado en el Ministerio. Peor aún, Alejandra, siempre práctica, se había llevado su billetera. Sin medios para moverse y vestido de punta en blanco, el ministro comenzó a deambular por las calles como un alma en pena, sin saber que su ausencia ya había desatado el caos en La Moneda.
Capítulo de: La búsqueda desesperada
En el Ministerio, la primera en notar la prolongada desaparición fue Rosa, la secretaria de toda la vida de Andrade. Cuando pasaron 15 minutos de la hora pactada para la reunión, pensó que el ministro se había retrasado por culpa del tráfico —esa siempre es la mejor excusa. Pero al llegar a los 30 minutos, y después de que su chofer, Jaime, jurara no haberlo visto desde las 11:00, Rosa comenzó a preocuparse.
—Esto no me huele bien —dijo Rosa, con el teléfono pegado a la oreja mientras intentaba ubicar a Alejandra, quien tampoco contestaba.
La jefa de prensa, los asesores y hasta los guardias se sumaron a la pesquisa. La primera hipótesis, para alivio de todos, fue que don Patricio estaba enfrascado en alguna reunión “top secret” del partido y simplemente había olvidado avisar. Sin embargo, esta idea perdió fuerza para Rosa: siempre lo avisaba todo, hasta cuando se iba a cortar el pelo.
En cuestión de una hora, la búsqueda se intensificó. Llamaron a sus familiares, a los alcaldes con los que tenía reuniones pendientes para gratificarlos con un autobús chino, y hasta al director de la PDI. Por alguna razón, a nadie se le ocurrió revisar los moteles cercanos. ¿Cuál sería el motivo para que un responsable político estuviera en un motel?
La cosa se complica
Mientras tanto, Andrade seguía caminando por la calle, sintiéndose cada vez más como un náufrago en medio del cemento. Intentó pedirle ayuda a un joven que vendía sopaipillas (**), pero el muchacho, al ver su aspecto de político, lo confundió con un inspector municipal y huyó, dejando el carrito atrás. Fue entonces cuando apareció en escena una señora mayor que vendía flores en la esquina.
—¿Ministro Andrade? —preguntó, con los ojos entrecerrados.
—¡Ah, por fin alguien me reconoce! Señora, necesito ayuda urgente.
—Claro, claro. ¿Me saca una selfie? Mi nieta no me va a creer esto. Yo, una pobre ciudadana, en una foto con el ministro. No es futbolista, pero es ministro.
Antes de que el ministro pudiera explicarle su situación, la señora lo llevó de la mano hasta un grupo de taxistas que almorzaban marraquetas con vienesas en la esquina. Todos lo rodearon, emocionados, y comenzaron a bombardearlo con quejas sobre los tacos, los partes y el precio de la bencina. Andrade, más incómodo que nunca, intentó escabullirse, pero no tuvo éxito.
Mientras tanto, en La Moneda, las cosas estaban fuera de control. Los rumores sobre la desaparición del ministro iban desde un secuestro político hasta una supuesta renuncia por un escándalo de corrupción. Alguien, en medio del caos, sugirió llamar a los hospitales y morgues. Aunque la idea no prosperó, lograron que la presidenta interrumpiera su agenda para coordinar la búsqueda.
—Pues si no aparece, que no aparezca. Ya tengo ganas de librarme de ese gallo y de su partido. ¿Electoralmente nos beneficia? —espetó a su jefe de gabinete.
—Sin duda —respondió rápido el joven político y sobrino de la mandataria.
—¿Qué me dicen de los moteles? Miren la hora que es —preguntó un asesor, medio en broma.
—¡Cállate! ¿Cómo se te ocurre? El ministro, eso sí, es un hombre de familia —respondió Rosa, indignada. Pero, en el fondo, la idea comenzó a germinar en más de uno.
El clímax del absurdo
La narración da un giro inesperado cuando Alejandra, completamente ajena al escándalo que se había desatado, decide llamar a su esposo desde el baño del motel. Sin darse cuenta de que quien está al aparato es su cuñada, le confiesa por error que está con el ministro en una reunión trascendental. La cuñada, conocida por su desamor hacia la mujer de su hermano, no pierde tiempo y publica un mensaje en "X" : “URGENTE: el ministro Andrade está en un motel en San Miguel con una rubia oxigenada”.
En menos de diez minutos, la publicación se viraliza. Periodistas de farándula, políticos opositores y hasta influencers comienzan a especular sobre el paradero del ministro. Y justo cuando Andrade lograba escapar del grupo de taxistas y tomaba un colectivo rumbo al centro, su rostro apareció en la pantalla del televisor del vehículo, bajo el titular: “¿Dónde está el ministro del Transantiago?”
—¡Ah, ya se fue todo al carajo! —exclamó Andrade, hundiéndose en el asiento.
Cuando finalmente llegó al Ministerio, con el traje arrugado, sudado y cara de pocos amigos, la escena era un caos total. Los periodistas lo esperaban en la entrada, las cámaras apuntaban a cada rincón y sus colegas lo miraban como si hubieran visto un fantasma. Andrade apenas pudo articular palabra antes de que Rosa se acercara corriendo.
—¡Ministro! ¿Dónde estaba?
—Rosa, créame… no quiere saber. Ya sabe mi lema: “los políticos nunca mienten”.
—Y el otro lema, ministro: “Ni tienen varias verdades, todas falsas”.
La moraleja del enredo
Al final, don Patricio nunca dio la conferencia de prensa. En su lugar, el subsecretario presentó el plan de buses eléctricos, mientras el ministro desaparecía de nuevo, esta vez rumbo a su casa, decidido a no volver a probar el “pollo al velador” nunca más. Promesa nunca cumplida. Pero, como cuenta la autora, las malas decisiones y los enredos de Andrade no hicieron más que reforzar su popularidad. La gente lo encontraba “humano”, un político con defectos y debilidades, como todos. Eso le hizo subir en las encuestas y sería firme candidato en las próximas primarias presidenciales.
Y así, entre absurdos y esperpentos, esta historia se convirtió, según la autora, en un manual de resiliencia política. Un recordatorio de que, siempre, la realidad supera con creces a la ficción, el tema es que el mal relato nos confunda.
Sostengo yo, que lo que pasa en el Cono Sur, puede pasar en el Cono Norte.
(*)https://www.theclinic.cl/2011/06/26/ayer-el-pollo-al-velador/
(**) En Chile se llama «sopaipilla» a una masa dulce de forma romboidal que lleva huevo y levadura y se fríe en aceite o manteca, nos explica la escritora.