Acabo de ver un mini ciclo de Jim Jarmusch. Ese director de cine americano con una mezcla entre estrella rockabilly de los 50 y aroma exclusivo de residente en Hudson Yard; el barrio del west side de Manhattan en el que inhalar una bocanada de oxígeno cuesta 1000 $.
Jarmusch retrata en las películas de su primera época a los outsiders de cualquier rincón de América. Ya sea en NYC, Florida o Memphis sus personajes son inadaptados, desarraigados, portan un abrigo de tristeza lleno de bolas de frustración.
Algunos son migrantes que han cruzado el Atlántico persiguiendo un sueño que jamás se alcanza, otros son turistas low cost, delincuentes de poca monta, americanos de tercera generación que miran la prosperidad como quien ve la estela que deja un avión allá arriba donde la vista se vence.
La suciedad, la soledad, la no pertenencia. La cara B de las postales de viajes.
En una de las historias un hombre venido de la antigua Alemania oriental, clown de profesión, sobrevive trabajando la noche en un destartalado taxi. Se llama Helmut.
Helmut tiene tantas dificultades para aclimatarse a la ciudad como el propio taxi en circular por ella. Habla mal el idioma, desconoce el callejero, es torpe en la comprensión del sistema automático del coche.
Al mismo tiempo, un hombre negro grita sin éxito para que algún taxista, de los muchos que circulan, lo recoja. Los pocos que fingen detenerse y escuchan Brooklyn de la boca del tipo vuelven a pisar el acelerador para remarcar quién es el paria, el suburbial, el infeliz que da saltitos sobre unas nikes coloridas en una noche friísima neoyorquina.
Hasta que Helmut se detiene.
Y aquí comienza esta deliciosa escena entre dos personalidades polares dentro del objeto icónico por excelencia de la ciudad más icónica del planeta.
Y lo que Jarmusch narra es el apasionante proceso que se da cuando dos desconocidos inician un baile desde la extrañeza, la desconfianza, pasando por el asombro, la sonrisa ante la ingenuidad ajena, y desembocan en el encuentro, en la compasión y en la infinita ternura que implica reconocerse como iguales. Sea donde sea, pase donde pase.
Porque,¿ quién no se ha sentido un desarraigado alguna vez? Excluido de la masa, del grupo, del club.
Quién no ha hecho lo imposible por saberse integrado, que no es otra cosa que sentirse querido.
Quién no se ha ridiculizado, vendido, maltratado por sí mismo para poder formar parte de algo mayor que uno que es la pertenencia al mundo, y quién no ha experimentado en sus propias carnes que a fin de cuentas nada hace falta, que estamos hechos de la misma grasa, de la misma sangre roja y amarga y que solo vivir ya es suficiente, respirar hoy es tener la visa oro para entrar en todos los lugares, incluso los reservados.
El pase VIP se tiene por estar vivo.
Le pese a quien le pese.