(A Joan Margarit)

 

“El poema es la llave que el lector
lleva en sus ojos”
(J.M.)

 

Cuando ya la nieve no se derrite
en el cuerpo,
cuando es necesario tener las ventanas cerradas
para no sentir el frío extremo,
cuando se conoce el final del camino,
todo empieza a convertirse
en un álbum de recuerdos,
los silencios son tan importantes como las palabras,
y los encuentros son cada vez más esporádicos,
entonces la soledad es uno mismo
aunque venga a acompañarnos
aquella infancia, despiadada o feliz,
eso es ya lo de menos.

 

Se ha perdido todo, teniéndolo todo al mismo tiempo,
y uno ya solo se escribe a sí mismo.

 

Nos convertimos en animales de bosque
con la debilidad de quien ya no tiene que ir a ningún sitio.

 

Se agolpan las dudas
y se constata el hecho de los primeros desvalimientos
por no llamarlos desórdenes.

 

Nos abandona el sueño,
hay una calma tensa,
cataratas en los ojos,
un hueco del que no queremos salir,
es el cansancio por tanto esfuerzo.

 

Comienzan las despedidas,
la falta de privacidad,
una intimidad pudorosa,
la niebla en el salón de casa.

 

Queridos amigos vienen a visitarnos
en las sombras lejanas de un pasado extraviado de nostalgias.

 

Amor, miedo, desamparo,
madrugadas de insomnio,
solo queda esperar que el último rescoldo
se apague del todo.

 

Aunque aún haya rumor de lluvia,
consuelos en los versos,
anocheceres de luna llena,
y músicas que suenan al compás del corazón.

 

A estas alturas caemos en profundas paradojas
y en conmovedoras indiferencias,
todo va callando y se pierde la fuerza
de los sentimientos, de la inspiración,
y, a cambio, uno se siente más agradecido.

 

El futuro se queda ya pequeño,
todo se vuelve bosque,
prudencia en las decisiones
y descaro en las opiniones.

 

Ya no estamos para reformas.
Volvemos a los sueños olvidados
y perdemos la noción del tiempo.

 

Es la única forma de comprender
quiénes fuimos.