La victoria de Donald Trump en las recientes elecciones estadounidenses ha inundado de pesimismo a todas las fuerzas progresistas del planeta y a muchos ciudadanos simplemente normales. La desolación no es solo porque un psicópata vaya a estar al frente de la nación más poderosa del mundo durante cuatro años, con consecuencias imprevisibles para todos, sino, sobre todo, por el hecho de que le hayan votado nada menos que 73 millones de personas, el 51% de los que han ejercido el derecho al voto.
Ha dado lo mismo que este señor haya sido condenado en un juicio y que tenga otros tres juicios pendientes por temas tan graves como el de haber instigado el asalto al Capitolio de 2021. Han dado igual sus flagrantes mentiras, sus actitudes misóginas y racistas o sus insultos a todo aquel que le ha plantado cara, hayan sido estos la candidata demócrata, los fiscales que le han acusado, los jueces que le han juzgado o los periodistas que le han criticado.
Lo que es desolador es que este tipo de estrategias tengan éxito, o sea, que triunfe la antipolítica, que mina la convivencia democrática e impide cualquier diálogo o acuerdo con los adversarios. El triunfo de Trump ya está dando alas a los Orbán, Meloni, Abascal, Le Pen, Netanyahu y Putin, que siguen esas mismas estrategias y lo celebran de manera más o menos disimulada. Vienen malos tiempos.
Habrá que dedicar muchos esfuerzos a desmenuzar las causas profundas de este comportamiento de los electores, que no es privativo de los Estados Unidos, aunque probablemente tenga ahí su origen. No cabe duda de que la estrategia trumpista ha sido apoyada —de manera muy explícita en el caso del multimillonario Elon Musk— por los grandes capitales americanos. De hecho, Wall Street subió tres puntos nada más confirmarse la victoria de Trump. El ciclo ultraderechista que se cierne sobre la democracia estadounidense y sobre el resto de las democracias occidentales es un movimiento de fondo que se viene gestando desde hace al menos diez años y que puede responder a que los ricos del planeta se han cansado de la democracia y quieren prescindir de ella o, en todo caso, descafeinarla mucho.
Caído el telón de acero en 1989, ya no hay un bloque comunista de referencia y ha desaparecido la amenaza de una revolución socialista que pudiera acabar con el capitalismo. En este momento histórico, los grandes capitales buscan tener menos restricciones a su desmedida acumulación de riqueza. Las siete grandes tecnológicas —Alphabet, Amazon, Apple, Meta, Microsoft, Nvidia y Tesla—, conocidas como los Siete Magníficos, suman un valor bursátil de 17,4 billones de dólares, cantidad superior al PIB conjunto de Alemania, Japón, India y Francia y casi igual al PIB de China. Llegado a ese nivel de riqueza, el poder económico se convierte automáticamente en poder político. Indicios de esto son, por ejemplo, la compra de Twiter —hoy X— por Elon Musk y del diario Washington Post por Jeff Bezos. Desde estas plataformas, conforman la opinión ciudadana en el sentido que más les interese.
En el reciente libro de Yuval Noah Harari, Nexus, se distingue entre las redes de información que carecen de mecanismos autocorrectores —entre ellos cita las iglesias de las religiones que se reclaman reveladas y las dictaduras— y los que sí los tienen. Entre ellos estarían la ciencia y las democracias. En estas últimas, la información fluye en muchas direcciones y no hay un solo núcleo de poder. Está, desde luego, el gobierno, pero también están el parlamento, los jueces, la prensa, los sindicatos, los partidos políticos y las elecciones periódicas. Si el gobierno comete errores o ilegalidades, estos pueden ser rectificados por la presión de la opinión pública, por los jueces, por el parlamento y, en último caso, por la convocatoria de nuevas elecciones. Por eso, lo primero que hacen los autócratas es tratar de silenciar estos contrapoderes, atacando a los medios de comunicación independientes, nombrando jueces afines, ilegalizando a la oposición o amañando las elecciones.
En la victoria de Trump ha tenido mucho que ver la ofuscación y el embotamiento de uno de esos poderes, el de la información publicada. Los medios independientes, responsables de publicar información contrastada, han sido incapaces de frenar o desmentir la inmensa cantidad de bulos, mentiras y desinformaciones difundidas a través de las redes sociales y la pseudo prensa digital. Notablemente, una de estas redes ha sido la red X de Elon Musk.
La desinformación masiva es ya una amenaza contra la democracia porque impide a los ciudadanos conocer la verdad y formarse una opinión fundada. El objetivo, en última instancia, es condicionar las elecciones, perjudicando a los adversarios y favoreciendo a los candidatos autócratas.
La tecnología avanza muy deprisa y, además, se concentra en manos privadas. La suma de las redes sociales —todas ellas privadas—, los algoritmos de inteligencia artificial que potencian la difusión de bulos y mentiras, y los buscadores que nos ofrecen información sesgada conforman un panorama muy preocupante, desconocido hasta hace tan solo una década.
La democracias tienen que aprender a defenderse de la desinformación masiva y del sesgo de los algoritmos porque, dejar simplemente que las cosas evoluciones por sí solas está conduciendo ya a poner en peligro su supervivencia. El aviso de Estados Unidos es tal vez el primero, pero las democracias europeas y la propia existencia de la Unión Europea están entre los siguientes objetivos a desestabilizar.
No es tarea fácil, porque una de las señas de identidad de la democracia es la libertad de expresión. Pero esa libertad no puede entenderse como la libertad de engañar y mentir. Habrá que preservar la primera mientras se combate la segunda. Lo que no podemos es resignarnos a que los enemigos de la democracia acaben con ella.
Por lo pronto, yo invitaría a todas las personas sensatas que estén en X a que se den de baja inmediatamente. Si X se ha convertido en un estercolero y en un lodazal de odio, lo mejor sería desaparecer de ahí y dejar solos a los odiadores y fabricantes de bulos. Deberían potenciarse solo aquellas redes que tengan algún tipo de moderación.