Es pronto para analizar los factores humanos que han agravado la trágica inundación valenciana. Por lo pronto, podemos decir que la clase política, toda ella, no ha estado a la altura de las circunstancias, lanzándose reproches cruzados. Si el Estado autonómico es eso, un tuya-mía que termina en la ineficacia, convendría reformarlo de raíz. Es un dolor el señor Feijóo, viajando a Valencia para quejarse de que el gobierno no le informaba de la situación. Pero, hombre, para eso está el president Mazón. La ministra de Defensa, que suele dar una impresión de prudencia, parece haberla perdido en esta ocasión, acusando al presidente valenciano por no haber solicitado antes la intervención del ejército. Entonces, ¿para qué sirven los ministros, para esperar y ver?
El comportamiento del gobierno ha sido muy parecido al que tuvo con ocasión de la epidemia de COVID, que podríamos resumir en la frase quitarse los muertos de encima, descargar sobre la comunidad autónoma la responsabilidad primordial de lo ocurrido, negándose a ejercer las competencias que le otorga el estado de alarma, tratando de desacreditar al partido contrario, como hizo con Madrid, recordémoslo ahora.
El president Mazón es un hombre vencido por la responsabilidad, la de haber alarmado tarde y mal a los ciudadanos. El hombre culpa a unos y otros, a la AEMET a la CHJ, y ellos le devuelven el favor. Seamos sinceros. Aunque la alarma se hubiera anticipado una o dos horas, lo más probable es que hubiera ocurrido lo mismo. Acostumbrada Valencia a riadas menores, las catastróficas se dilatan en el tiempo. La riuá que anegó la ciudad fue en 1957; la pantaná, que ocasionó la rotura del pantano de Tous y sumergió a las comarcas del bajo Júcar, ocurrió en 1982. Las fotografías tomadas en Alzira, coches sobre coches taponando las calles, son parecidas a las de ahora. Cuarenta y tantos años desde entonces.
Demasiado tiempo transcurrido, el riesgo ha perdido inmediatez para poner las personas en acecho. La reacción más probable es la que tuve yo mismo, al oír el pitido horrísono en mi teléfono, a las 20.15 de la tarde del día 29, al mirar por la ventana de mi casa y comprobar que, a pesar del ventarrón, no caía gota en la ciudad de Valencia: ya están los alarmistas asustando a la gente. Las luces titilaban, sonaban truenos lejanos, seguí en mis cosas, como si nada. A dos kilómetros apenas se cernía la catástrofe.
Cuando se produce un desastre con víctimas -un descarrilamiento, un incendio, una riada- surgen voces que aseguran que podrían haberse ahorrado las consecuencias fatales. Es la sabiduría aquella del búho de Minerva, que levanta el vuelo a la caída de la noche, cuando todo ha pasado ya.
Esa falta de sensibilidad ante el peligro ha podido influir en la indecisión de los dirigentes valencianos, aunque esto no excusa su falta de atención a la amenaza de riada. No vale decir, como ha hecho Mazón, que actuó conforme a las informaciones que recibía. Las informaciones se persiguen en caso de duda, simplemente llamando por teléfono a los alcaldes que sufrían la riada en sus pueblos desde la mañana fatal. A medida que avanzan los días, se hace más evidente el caos, la inopia en que estaban los que debían gobernar la situación.
De todas formas, lo peor de la actuación de Mazón y un equipo de gobierno que tira a lo mediocre, ha residido en el comportamiento posterior a la catástrofe. En lugar de plantarse en el lugar de la catástrofe para hacerse cargo de la situación y reclamar de inmediato la intervención masiva del Estado, el president espero al domingo para visitar Paiporta y la zona afectada, guareciéndose tras la figura del rey Felipe. Hasta entonces se paseó, se reunió, habló con la prensa, salió en televisión vistiendo un chalequillo rojo, como si formará parte de una brigada de rescate, sin mancharse de barro, tratando de conservar un mando que desbordaba sus limitadas capacidades.
Mazón es un hombre que, salvo un breve plazo en que fue gerente de la Cámara de Comercio alicantina, ha desarrollado su carrera en la política profesional. Llegó a ser presidente de la Diputación de Alicante y desde ahí, con la confianza de Casado, saltó a presidir el PP regional. Cambió sus lealtades sin problema alguno, jubiló al grupo que rodeaba a Francisco Camps y ganó la presidencia de la Generalitat en las elecciones últimas. Tiene fama de hombre moderado, celoso de su autonomía política, pero no ha sabido crear una élite política solvente. Fue el primero de su partido en incluir a Vox en su gobierno, una operación al cabo fallida, terminando por demostrar que una cosa son los pequeños avatares de la política y otra muy diferente el tomar decisiones urgentes ante una crisis como la que ha tenido que afrontar.
Pero hay más factores en juego. ¿No hay en España un Ministerio de Medio Ambiente del que dependen las Confederaciones Hidrográficas? He dicho mal, la institución se designa con un apellido rimbombante, el MITECO, Ministerio para la transición ecológica y el reto demográfico. La ministra Ribera debía estar pensando en su nuevo destino europeo, no en el destino que podían correr sus compatriotas.
La Confederación Hidrográfica del Júcar, encargada de los ríos Júcar y Turia, es como el perro del hortelano, se la nota no tanto para prevenir sino para prohibir que se toque un canto de los ríos. Políticas conservacionistas a ultranza que son contrarias a la conservación. Cuando, aguas arriba, los cauces de las cuencas mediterráneas se desbordan con frecuencia, la CHJ se limita a reparar o a recrecer las motas. El resultado: los ríos llegan a discurrir en parte de su recorrido a un nivel superior al terreno circundante; es más, como he podido comprobar estos días en el Turia, a la altura del Rincón de Ademuz, el agua vuelve a salir por encima de los parapetos, parecidos a una trinchera de guerra, que construyen los técnicos de la Confederación tras la última avenida. La limpieza de troncos y malezas que bloquean los cauces y propician la inundación se hace con lentitud desesperante: yo he visto los mismos obstáculos durante dos o tres años hasta que son retirados.
Otra clase de actuaciones ni se conciben. “¿Dragar -escuché a un indignado comisario de aguas que llegó a presidir la CHJ, qué me dice usted? Creen que hay que dejar el agua a su albedrío, la tratan como si fuera una madre benevolente, hablan de “renaturalizar” los ríos. ¿Para cuándo una reforma de la Ley de Aguas que de, al menos, voz a los usuarios?
La AEMET, por mucho que digan, no estuvo fina a lo largo del día en sus previsiones. Difícil es atinar con el recorrido aleatorio de una tormenta. Y los ciudadanos tampoco nos libramos de responsabilidad, por no dar oídos a las advertencias y prohibiciones contra la edificación en zonas inundables junto a barrancos y ríos.
Por fin, el presidente Sánchez, que escurre como siempre su responsabilidad de gobernante, ha descubierto en la riada un pretexto magnífico para sacar la cabeza del barro que casi lo cubría, sacando a pasear el fantasma del derechismo extremo.
Sin embargo, entre la chusma agresiva que rodeó el domingo a la comitiva regia puede observarse a jóvenes con mochilas, idénticas a las que llevan los "voluntarios", mezclada con gente popular. La extrema derecha no tiene costumbre de silbar a los monarcas o de arrojarles barro. Esto de la conspiración ultra a la que alude al gobierno y sus tornavoces parece más bien una excusa para justificar la ignominiosa fuga de Sánchez, dejando solos a los monarcas, los que han sido de los pocos que han actuado con valentía y solvencia, sobreviviendo al naufragio del Estado. En fin, tendremos que acostumbrarnos a los efectos terribles del cambio climático, aprender a prevenir sus efectos, así como a padecer a unos políticos que viven pendientes de sí mismos y de hostigar al contrario.