El Muro de Berlín, construido en 1961, fue más que una barrera física: era un símbolo que separaba dos mundos e ideologías políticas en pugna. Una división ideológica que alimentaba el propio conflicto en las democracias liberales. En el lado oriental, el bloque comunista bajo la tutela de la Unión Soviética controlaba la vida política, económica y social de sus sociedades. En el lado occidental, las democracias liberales defendían su ideal de libertad individual y derechos humanos. Y enfatizo “ideal”, porque no es nuevo que el liberalismo democrático en su praxis política no está exenta de riesgos, amenazas y tensiones.
El muro además de separar dos bloques durante la Guerra Fría separaba dos tipos ideales diferentes de legitimación del poder. Sin entrar en las limitaciones y las sombras y monstruos de la razón que iluminó la modernidad y el desarrollo en las sociedades capitalistas, el Muro de Berlín encapsulaba una realidad opresiva para millones de personas en el bloque comunista. En su existencia se manifestaba el control autoritario que limitaba el acceso a la información y la libertad de expresión, también la expresión colectiva, clave en nuestras democracias. El muro representaba la fuerza del Estado para sofocar el deseo de autonomía personal al margen del colectivo, así como el derecho a la libre circulación. Con el tiempo, su significado fue ampliándose: dejó de ser solo una frontera tangible para convertirse en un símbolo del sistema autoritario que gobernaba el bloque oriental.
El anhelo de libertad que impulsó la caída del muro no se hizo visible de la noche a la mañana. Durante los años 50 y 60, las sociedades de Europa del Este comenzaron a desafiar al comunismo a través de importantes movimientos políticos de oposición al régimen. En 1956, la Revolución Húngara se levantó contra el régimen soviético, aunque fue aplastada brutalmente. En el contexto de los movimientos juveniles de la década de 1960, el legendario 68 vio nacer la Primavera de Praga en Checoslovaquia, que también intentó liberar al país de la tutela soviética, pero fue sofocada por el Pacto de Varsovia. Sin embargo, estos movimientos, aunque reprimidos, fueron creciendo con los años, como ocurrió en los movimientos de oposición a la dictadura en España.
Estas movilizaciones reflejaban un cambio de paradigma en torno al conflicto, como ya identificó el sociólogo Ralf Dahrendorf a finales de la década de 1950. El sistema de legitimidad comunista y el propio conflicto en las democracias liberales encontraban su razón de ser en la desigual distribución de la propiedad. Sin embargo, en las sociedades industriales avanzadas, los conflictos comenzaron a girar en torno a nuevas demandas, tales como los derechos civiles, el feminismo, los sistemas de representación, la dignidad humana y la autorrealización personal. Así, las luchas se enfocaban cada vez más en la desigual distribución de la autoridad, dejando de lado la mera satisfacción de necesidades materiales para centrarse en el acceso al poder, el reconocimiento social y la participación política.
Este cambio de paradigma también impregnó Europa del Este, donde la insatisfacción con las estructuras jerárquicas y autoritarias se unió al anhelo de mejores condiciones materiales. La caída del muro simbolizó, en última instancia, la disolución del modelo de conflicto marxista centrado en una concepción materialista de la historia, que fue reemplazado por otro donde la lucha por la libertad y el reconocimiento de derechos cobraba mayor importancia.
En las décadas siguientes, especialmente en los años 80, los movimientos sociales comenzaron a tomar una forma más organizada y contundente, no solo en Alemania del Este, sino también en otros países del bloque comunista, como Polonia, Hungría y Checoslovaquia. En Polonia, el sindicato Solidaridad, liderado por Lech Wałęsa, se convirtió en un ejemplo clave de resistencia al régimen comunista. Al mismo tiempo, las iglesias y las organizaciones civiles desempeñaron un papel crucial, canalizando las aspiraciones de libertad que el Estado reprimía.
Este deseo de libertad, alimentado por imaginarios sociales en torno a la vida en Occidente y las ideas de democracia y derechos humanos, intensificó el deseo de cambio. Así, el impulso reformista de Mijaíl Gorbachov no parece concebirse sino es de la mano de tales anhelos. A medida que la comunicación con el exterior se hacía más accesible, las sociedades del Este comenzaban a ver con claridad las libertades de las que carecían. La caída del muro de Berlín en noviembre de 1989 fue un acto simbólico que selló el triunfo de la libertad sobre la represión. Aunque fue el colapso de una barrera física, lo que realmente se desmoronó fue un sistema ideológico que había perdido su capacidad de legitimación del poder.
Tras la caída del muro, llegó la reunificación de Alemania y la euforia por la libertad se extendió por toda Europa del Este. Aunque también detonaron cruentos conflictos, como los de los Balcanes, la democracia liberal emergía como modelo triunfante, y países como Polonia, Hungría y Checoslovaquia se embarcaron en transiciones hacia regímenes democráticos y economías de mercado. En Rusia, la transición pareció posible por un tiempo. El mundo celebró la expansión de la democracia, con la esperanza de que las barreras ideológicas que habían dividido a las naciones durante décadas se desvanecieran por completo.
Sin embargo, aunque el comunismo cayó, la consolidación de la democracia resultó más compleja de lo esperado. No todos los países lograron afianzar instituciones y una cultura política democráticas. En Rusia, el retroceso hacia el autoritarismo fue rápido y ahora evidente. Los países del antiguo bloque oriental han encontrado dificultades para mantener sus frágiles democracias ante la corrupción, las crisis económicas y la falta de una cultura política consolidada. A pesar de la caída del muro, la promesa de la democracia liberal no se cumplió de manera uniforme.
Al mismo tiempo, en el siglo XXI hemos presenciado el resurgimiento de autocracias en diferentes partes del mundo. Países como China, Rusia, Venezuela e Irán han consolidado regímenes autoritarios que desafían directamente los principios de libertad y democracia que parecían haber triunfado en 1989. También en las democracias consolidadas, el mundo ha visto surgir nuevas barreras, tanto físicas como simbólicas: el populismo, la erosión del estado de derecho y la presión migratoria ponen en riesgo la estabilidad de los valores democráticos. La paradoja actual es que, mientras las democracias liberales son vistas como el faro de la libertad, también están siendo puestas a prueba por tensiones internas y externas.
Los muros que enfrentamos hoy no siempre son visibles. Aunque el Muro de Berlín fue derribado, los desafíos a la libertad persisten de formas nuevas y complejas. Su caída nos recordó algo que Alexis de Tocqueville ya había advertido: la libertad es un reto continuo, no un logro garantizado que se pueda mantener sin esfuerzo, al igual que la democracia. Las democracias deben adaptarse, apoyándose en los principios del liberalismo político que han guiado a las más exitosas durante más de 200 años. Solo así podrán afrontar las amenazas que las acechan y las barreras que surgen en un mundo cada vez más polarizado y dividido, un mundo que no se podía imaginar esa noche de noviembre de 1989, cuando junto al televisor veíamos derribar con maza y martillo aquel muro de la vergüenza.
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