Entiendo la poca preocupación del votante promedio acerca de la política exterior, que puede resultar lejana y ajena, poco práctica, y de resultado raramente medible, especialmente en el día a día.
La dificultad para percibir los efectos de una u otra línea de actuación en política internacional, en la materialidad de la vida cotidiana, resulta, sin duda, un factor decisivo a la hora de desplazar a un papel secundario o terciario a la política exterior, que se ve sepultada por aquellas otras cuestiones que inciden en la vida terrenal y que podemos comprobar cómo, de forma proporcional a esta incidencia, reciben mayor atención en los programas políticos: la identidad, la religión, la inmigración, la economía, el desempleo… son áreas de interés que ocupan todo el protagonismo, tanto en la campaña electoral como en los propios programas.
Pero también en la vida política en general, durante la legislatura. Los partidos se saben poseedores de unos escasos minutos de atención en el telediario, dentro de unas largas intervenciones en el congreso o en los mítines y conferencias, que raramente se escuchan íntegramente. Por ello reservan para ese minuto de oro lo más llamativo, el mayor zasca, el mayor impacto. El populismo no solo se ve en los objetivos de los partidos, sino en las formas que emplean.
Así pues, nos acostumbramos lentamente a prestar esa preciada atención que requieren los partidos a aquello que más la llama. Como quien se acostumbra al azúcar saturado y empalagoso, el paladar político del ciudadano medio obvia los sabores más suaves y matizados, y ya solo responde a los ultra procesados, a pesar de que su ingesta no está recomendada por los expertos y un excesivo consumo puede causar diabetes y subidas de tensión.
El sistema político español parece responder con su oferta de medidas a una demanda acuciada por las preocupaciones más básicas del electorado, que auspiciado por la publicidad de los propios partidos o de los lobbies, buscan la emoción, el miedo o la identificación; en tanto que son los sentimientos más inherentes a la movilización política y que hacen que los ciudadanos se decanten por una opción u otra, más que un análisis concienzudo de las posibilidades que pueden dar las diferentes ofertas.
Así pues, nos encontramos con un sistema que se parece enormemente al comportamiento de las empresas que tratan de vender sus productos, y que buscan la rentabilidad y la viabilidad de su proyecto, más que a lo que, bajo un velo de la ignorancia, podríamos ingenuamente pensar que podría llegar a ser una democracia: una forma de participación igualitaria, que mediante el dialogo y el consenso busca encontrar soluciones para la mayoría. Esta incapacidad para la comprensión de conceptos complejos hace que, cada vez más, los partidos simplifiquen su mensaje.
Poca cabida puede haber entonces para la política exterior: requiere conocimiento de historia, geopolítica… y por supuesto hay muchos nombres que recordar. Ese esfuerzo está lejos de lo que estamos acostumbrados a realizar y es algo que debería preocuparnos. Un futuro en el que los ciudadanos no se preocupan por la política exterior, es un futuro en el que los políticos tienen carta blanca para usar la misma bajo sus propios intereses.
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