Muchos de nosotros crecimos con la noción de que Europa era sinónimo de progreso, libertad y futuro. Pero realmente, ¿qué es Europa? Recuerdo a mis profesores del colegio decirme que «Europa» es un continente —de eso no hay duda. Sin embargo, en la asignatura de historia nos contaban que «Europa» más que solo un continente pasó a ser un anhelo para muchos, un deseo, y hasta una meta.
Este deseo derivaba de la idea de unirse a un proyecto común, donde la paz, la cooperación y los derechos humanos se antepusieran al yugo de la guerra que durante tantos años asoló el continente. Europa se convirtió en ese Edén de armonía, donde los pueblos podrían superar sus diferencias y crecer al unísono. Consolidándolo bajo tratado, fue así como en Maastricht resolvieron crear una ciudadanía común, añadida a la de sus miembros, un vínculo compartido bajo un nuevo estandarte: la Unión.
Si os soy sincero, esta pertenencia a dicha ciudadanía adicional, no siento que aflore completamente entre todos nosotros, pues es viajar a países vecinos y más que sentirme semejante, lo que me siento es desplazado, y en ocasiones hasta vejado. Supongo que este sentimiento es igual para ellos, por eso nos tratamos diferente, a pesar de ser «europeos». Escribía Orwell en su obra Rebelión en la granja que «todos [...] son iguales, pero algunos son más iguales que otros», poco después de producirse una perdida absoluta de valores entre los protagonistas de su libro. Y a lo mejor ese el problema, que estamos perdiendo aquellos valores que nos unían.
El reciente ascenso de corrientes políticas más autoritarias y la creciente desconfianza hacia las instituciones de la Unión Europea nos hacen preguntarnos si estamos retrocediendo. Es bien sabido que, aun siendo una unión política, sus miembros pueden mantener perspectivas muy distintas a lo que la organización intenta proyectar, siendo esta una política exterior de protección, respeto, cooperación y, ¿condena?
Nuestra Europa se fundamentó sobre el rechazo a los totalitarismos que una vez vivieron en sus fronteras, y sobre la condena de los crímenes perpetrados por estos regímenes; tal y como fue el asesinato y las deportaciones en masa.
Sin embargo, parece que la crisis que estamos sufriendo hoy en día nos está haciendo olvidar dicho rechazo. Desde Hungría con frescos y prolongados deterioros en su sistema de Derecho, que pone en duda la integridad del conjunto de los veintisiete, al haber perdido el estatus de «democracia plena», según el Parlamento Europeo. Polonia y su propuesta de suspensión temporal del Derecho de asilo, o el nuevo objetivo de trasladar a los inmigrantes a «campamentos» en Albania, impulsado por Giorgia Meloni, y con el respaldo de la presidenta de la Comisión Europea. Si bien es necesario y justo para algunos, genera preocupaciones sobre derechos humanos y respeto a los principios de solidaridad y cooperación que siempre han definido a esta Unión, como se expresa en el artículo 19 de nuestra carta de derechos fundamentales, que prohíbe las expulsiones colectivas y protege a los individuos de ser devueltos o expulsados, entre otros.
¿Son realmente estos los «valores europeos» que queremos proyectar? ¿Será solo una brecha momentánea o se está disipando la neblina del progreso? Quizás nuestra más latente dificultad sea mantenernos fieles a los valores que nos unieron, y hacerlos prevalecer.
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