Hace ya algunas décadas, tuve la oportunidad de pasar una semana en Berlín. Hermosos recuerdos de un tiempo pasado, que se contempla con añoranza desde la distancia.
Por casualidad, (esa circunstancia tan difícil de explicar), el hotel donde me hospedé estaba situado casi en la línea que antes ocupaba el muro, el que dividía los dos Berlines, las dos Alemanias y casi, dos mundos completamente diferentes.
Por las mañanas recorría varios kilómetros por la ciudad, y el contraste era enorme. Por un lado, un Berlín vibrante que buscaba deslumbrar al visitante, donde la vida parecía fluir a gran velocidad, con luces de neón que anunciaban las últimas zapatillas con el logotipo de la pipa o el modelo más reciente de los automóviles de los cinco aros. Un bullicio de gente que, visto desde la distancia, antes de las 8 de la mañana, se asemejaba a un hormiguero gigante en plena ebullición.
Por otro lado, estaba aquel Berlín cuadriculado, predecible y tranquilo, donde las estructuras urbanas homogéneas dibujaban edificaciones iguales, simétricas, con manzanas rectangulares. En cada esquina, podías encontrar la panadería, la carnicería, la frutería y el bar con su aire de otros tiempos.
Había que tener cuidado, ya que, tras cruzar unas cuantas calles, era fácil perderse, pues todos los edificios eran similares, y encontrar el camino de vuelta se volvía un desafío.
Más allá de los regímenes políticos, sabemos, o deberíamos saber, por las lecciones que nos ha dado la historia, que no existe una dictadura buena, ya sea en nombre de la derecha fascista o del proletariado, que luego no es tomado en cuenta.
Otra cuestión es comparar una sociedad de barrio, tranquila, donde las horas duran incluso 60 minutos, con otra revolucionada, que corre en todas direcciones y, a veces, no sabe muy bien hacia dónde se dirige.
Quiso esa extraña señora, la casualidad, que un día, paseando, entráramos en lo que aquí llamaríamos un bar de pueblo. Al vernos, los clientes mostraron cierta extrañeza, con la expresión de “este no es lugar para turistas”. Pero poco después, la dueña del local nos preparó una mesa, incluso levantando a su propio esposo, que deambulaba por el lugar, para sentarlo en otra contigua.
Pedir unas cervezas y un refresco, símbolo del capitalismo por excelencia, no fue tarea fácil. Afortunadamente, la dueña, a quien luego supimos que llamaban Berta, nos ayudó. Y era toda una señora Berta, con casi 1,80 metros de altura, una presencia imponente, robusta, y unos brazos que envidiarían muchos camioneros acostumbrados a manejar vehículos sin dirección asistida. Si se enfadaba, lo mejor era encomendarse al quinto mandamiento, "no matarás".
Pero, amigos, cómo engañan las apariencias. Aquella mujer era pura dulzura y simpatía, con una sonrisa que iluminaba el local y la habilidad de comunicarse en cualquier idioma a base de gestos. Incluso nos dio su teléfono, y seguimos siendo deudores de su hospitalidad, con la promesa de volver a su establecimiento.
Es cierto que existen muros que políticos y militares levantan en su miopía y egoísmo, pero también hay personas que nos enseñan que no importa de qué lado de la historia se encuentren, porque su bondad traspasa cualquier barrera y muro. Esa buena gente que, como decía el poeta, "En todas partes he visto... / buenas gentes que viven, / laboran, pasan y sueñan, / y un día como tantos / descansan bajo la tierra".
Ahora que se cumplen 35 años de la caída de aquel muro de la vergüenza, que separaba familias, amigos, barrios, ciudades, países y culturas, es momento de dirigir la mirada hacia otros muros que existen actualmente, auténticos muros de la vergüenza, como el que divide México y Estados Unidos, o Europa y África, Palestina e Israel o incluso los que separan los suburbios de una ciudad de su milla de oro.
Derribar muros y construir puentes. Recuerdo que cuando era un niño, aún no había muerto el dictador en nuestro país, y otra vez esa casualidad, un día vino a clase un profesor sustituto que nos relató, en forma de cuento, una historia sobre una isla dividida por un muro. En una parte vivían quienes poseían el 99% de la riqueza, y en la otra, los olvidados, los marginados, los parias de la tierra, cuyo único objetivo era sobrevivir.
Los poderosos seleccionaban a los mejores del otro lado para aumentar su riqueza y bienestar, mientras dejaban que el resto se pudriera en su pobreza. Eso sucedía allá por el año 1973. Al ver nuestros muros actuales y cómo tratamos a los refugiados que llegan hoy a nuestro país, ¡madre mía, qué tristeza! En este aspecto, ¡qué poco hemos cambiado!
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