Es sabido que el fin de la Guerra Fría, a partir de la Caída del Muro de Berlín del 9 de noviembre de 1989, supuso la transformación de la política mundial. Se inició una nueva relación entre las superpotencias que permitió que apareciera, de forma progresiva, la Unión Europea como actor internacional, en un momento de confrontación total política, económica e ideológica, no cabía en medio un actor con autonomía estratégica propia, que es lo que ha ido buscando la Unión Europea desde entonces hasta nuestros días.
Con la autonomía estratégica, que nace en el 2016 en la Estrategia Global para la Política Exterior y de Seguridad de la Alta Representante Federica Mogherini (2014-2019), se da un paso importante en este nuevo desarrollo. Este ha tenido a su vez algunas concreciones posteriores, incluso en materia de Política Común de Seguridad y Defensa y en desarrollos industriales y de otro tipo, especialmente con la aplicación de la Cooperación Estructurada Permanente desde 2017 y con la Brújula Estratégica de 2022, liderada por el Alto Representante Josep Borrell (2019-2024), que también le ha dado un importante impulso.
Sin embargo, la agresión rusa a Ucrania ha exigido que la Unión Europea avance como actor internacional y como actor defensivo para ayudar, desde los puntos de vista, no solo humanitario, económico, comercial, financiero, político, etc., que eran elementos característicos del modelo europeo, si no también ha habido que hacer una ayuda militar sin precedentes. Esto ha exigido una profundización de la política de defensa y especialmente en el ámbito industrial.
Al celebrar el 35 aniversario de la Caída del Muro de Berlín, tenemos que, por un lado, darnos cuenta de lo mucho que la Unión Europea ha conseguido en estos 35 años, como actor con una moneda única, con un desarrollo de la política comercial, el Global Gateway que se está poniendo ahora en marcha, u otras aportaciones a la gobernanza mundial. Sin embargo, hay que ser conscientes de que en la actual configuración del orden internacional, donde hay una cierta hegemonía de Estados Unidos y China, la Unión Europea debe relanzar su actividad exterior, pero para ello deberá reforzar su modelo interno diferenciado de sociedad del bienestar.
Los informes Letta, sobre mercado interior, y el de Draghi, sobre competitividad, avisan de la necesidad de una reforma estructural, tanto del mercado interior, ampliándolo a sectores financieros, de energía y otros. Por otro lado, la necesidad de mejorar radicalmente su competitividad, para lo cuál habrá que hacer unas inversiones salvajes, como señala Draghi, de 800.000 millones de euros al año, cifra que es tres o cuatro veces el Fondo de Nuevas Generaciones de 2020, que parecía que iba a ser imposible en ese momento y, ahora, hace falta al menos triplicarlo.
Para conseguir sacarle el máximo partido a las posibilidades que produjo la Caída del Muro de Berlín el 9 de noviembre de 1989, es imprescindible abordar, sin miedo y sin reservas, los avances estructurales que dichos informes plantean. Pero, sin olvidar, que el proyecto europeo es un proyecto federal que durante la última legislatura ha avanzado de facto de forma federal, pero que en la actual legislatura, además de las reformas económicas y sociales presentadas por dichos informes, habrá que pasar de una federación de facto a una federación de iure.
Para ello, es necesario convocar una nueva Convención Europea como ya solicitó el Parlamento Europeo en tres ocasiones, la última en noviembre de 2023, para reformas los Tratados en clave federal. Además, es necesario hacer frente a la ampliación a los nueve o diez Estados de la política de ampliación (seis de los Balcanes Occidentales y los tres de la vecindad oriental, o cuatro si se incluye a Armenia). Si la toma de decisiones actual a 27 no está funcionando, menos va a funcionar a 36 o 37, lo cuál va a exigir una reforma de los mecanismos de toma de decisión tanto interno como internacional. Es el problema más grande con el que nos vamos a encontrar de cara a la futura ampliación.
En 1989 cuando éramos 15 estados miembros, quién podría pensar que en tan solo 35 años estaríamos preparando un proceso de unificación europea en el que cupieran 37 Estados, aceptando el Estado de Derecho, la democracia, la economía de mercado, el respeto a las minorías, etc., en una Europa que era tremendamente convulsa y diametralmente dividida en dos. La solución iba a ser “una Europa” en la que cupieran todos los Estados del Este y del Oeste, salvo la excepción de Rusia y Bielorrusia, y en dónde la Unión Europea, que en 1989 solo existía como un proyecto del Parlamento Europeo de 1986, iba a identificarse cada vez más con el conjunto de Europa, y cuando iba necesitar jugar un papel internacional de primer orden.
Francisco Aldecoa Luzárraga
Catedrático emérito de Relaciones Internacionales en la UCM
Presidente del Consejo Federal Español del Movimiento Europeo
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