Tiempo habrá de analizar con detalle los pormenores de la tragedia causada por la DANA. Parece claro, por lo pronto, que se trata en cualquier caso de una “emergencia nacional” y que requería, por tanto, de la coordinación de todas las administraciones, y, para empezar, de la implicación del Estado, único capaz de movilizar al Ejército y poner en marcha todos los recursos necesarios para minimizar la catástrofe humanitaria que estamos presenciando en directo. Esta inhibición del más alto nivel de la Administración (“si necesitan ayuda, que la pidan”) resulta tanto más clamorosa por cuanto los fallos del segundo nivel (el autonómico) han quedado en evidencia desde el minuto uno, cuando un inexperto Mazón se quedó atrapado en el juego de “cada uno se apañe”, no fuéramos a pensar que se sentía superado por las circunstancias.
Podemos entender que si la AEMET rebajó la alarma meteorológica del martes a media tarde Mazón se relajara, pero ¿cómo pudo ignorar la emergencia hidrológica una vez que el agua comenzó a descender por el Barranco del Poyo? Para completar el cuadro, el presidente Sánchez eludió la declaración de emergencia nacional con el argumento inaudito de evitar la aplicación de un 155. Si esto es la cogobernanza, que Dios nos ampare. Como digo, ya habrá tiempo de analizarlo cuando dispongamos de toda la información necesaria para sacar conclusiones. De momento, me limitaré a señalar en qué medida una crisis de esta magnitud desafía la capacidad de liderazgo de nuestra clase política y qué podemos esperar de la gestión que de ella se está haciendo.
El primer reto que plantea esta crisis es facilitar una comprensión adecuada del fenómeno que la origina y evitar el argumentario de bolsillo habitual en estos casos (este tipo de inundaciones son anteriores al “cambio climático”), al tiempo que se explican por qué las medidas tomadas con anterioridad han sido insuficientes para paliar la crisis actual.
En segundo lugar, los líderes políticos deben dejar claro a quién le corresponde el liderazgo de su gestión y la estrategia capaz de dar coherencia a los esfuerzos colectivos y a los recursos movilizados para responder a la crisis. Solo así puede conseguirse la complicidad del público, por encima de la batalla del relato inevitable en un sistema político tan mediatizado y polarizado como el nuestro, de tal manera que la comprensión colectiva de la crisis permita avanzar hacia su resolución.
A continuación, llegará la rendición de cuentas y será el momento de discutir las acciones emprendidas en los foros correspondientes (políticos, académicos, etc.), consiguiendo así el cierre de la crisis y que el país siga adelante. Por último, habrá que sacar las oportunas enseñanzas, así como formular las debidas conclusiones de cara a la eventual reforma de las instituciones y las prácticas que se han visto cuestionadas por la crisis.
En suma, si hubiera liderazgo alguien debería explicar qué ha fallado y qué hay que hacer para que no se repita. De lo contrario, habrá que asumir que la política española se ha convertido en un concurso para ver quién lo hace peor.