Este artículo no pretende absolver a nadie, sino reflexionar sobre el riesgo de que, en la falta de principios y el ansia de destruir, olvidemos que somos nosotros quienes, al fin y al cabo, sostenemos con nuestra ceguera la hipocresía que criticamos.
El caso de Íñigo Errejón, aun circunscribiéndonos solo a las acusaciones formuladas hasta la fecha, ha suscitado una polvareda que no deja de ser sintomática. Las denuncias apuntan a supuestos comportamientos que contradicen los valores y principios que él mismo ha promovido públicamente. Un político que predica virtudes públicas y practica vicios privados no es, desde luego, el primero.
De antemano, dos cuestiones. En todo caso, hay que mantener el principio de presunción de inocencia del acusado y el de veracidad de las acusaciones de las denunciantes.
Errejón no es un personaje que me sea especialmente simpático; ni coincido con él en lo que piensa ni en cómo actúa en la esfera pública. Esto último es una cuestión personal que para nada viene al caso de lo aquí dicho.
Sin pruebas concluyentes, la sociedad misma, influida por los medios, ha convertido la historia en un espectáculo que desvela no solo las sombras individuales de crueles vendettas pendientes (1) —sería ingenuo no verlo—, sino también un síntoma de una profunda enfermedad moral social. Vivimos en un tiempo en que nuestra sociedad y los complejos escenarios que de ella se derivan parecen tener una inclinación hacia el linchamiento público (2), especialmente en los medios, y de ellos pasa a la política, que vive en la impostura de lo que los medios y redes dictan. Sea en la izquierda o en la derecha, se practica cada día más una doble moral que desilusiona y fragmenta inútilmente.
La situación en torno a Íñigo Errejón es un reflejo de la complejidad humana y de los errores que el poder no bien digerido lleva a cometer. Sin embargo, la virulencia con la que estos casos son abordados en la esfera pública deja entrever que la sociedad en su conjunto está dispuesta a condenar sin detenerse a considerar las consecuencias personales y sin las pruebas sólidas que el Estado de Derecho exige para juzgar comportamientos no solo condenables, sino, en su caso, penalizables de cualquier ciudadano. En lugar de esperar una actuación judicial, parece que hemos construido un espacio de “justicia mediática” que despoja a las personas de cualquier presunción de inocencia. Al respecto, Nietzsche advirtió que "la moral es el instinto del rebaño en el individuo", señalando cómo el juicio colectivo puede ser ciego y despiadado.
Una pregunta que no quiero dejar de formularme es: ¿qué pasaría si el afectado, cansado de la presión, decidiera quitarse la vida? De inmediato, la sociedad se escandalizaría, y los mismos que lo señalaron en sus titulares como “depredador” y “manipulador” hablarían de él con eufemismos, reconociendo la presión insostenible que otros le impusieron. En ese momento, la hipocresía se haría evidente, y quienes antes lo atacaron se distanciarían, queriendo “mostrar respeto” o “reconocer su dolor”. ¿Con qué autoridad moral podríamos condenar esta situación sin, a la vez, reconocer nuestra propia complicidad en el linchamiento? Alguien que ha demostrado, según lo narrado, un comportamiento enfermizo merece —no como político, sino como persona— un cierto respeto, aunque no sea disculpable lo denunciado. Una persona que necesita de estimulantes y drogas diversas para demostrar su brillantez y que está aquejada, por ello o además, de un trastorno conductual severo y peligroso.
(Los medios de comunicación, en su búsqueda de remover el excremento de la condición humana, parecen haber abandonado cualquier compromiso con el rigor, incluso con el buen gusto. En su lugar, han abrazado una cultura sensacionalista, donde lo que importa es contar más que el otro y de manera más sensacionalista. Los titulares buscan llamar la atención y crear indignación, sin importar si después de unos días esa misma noticia es desmentida o pierde su sustento. Como señaló George Orwell, “el periodismo es publicar lo que alguien no quiere que publiques. Todo lo demás son relaciones públicas”.
Existen casos que ilustran cómo los medios se han convertido en armas de linchamiento mediático. El juicio entre Johnny Depp y Amber Heard mostró cómo la prensa inicialmente apoyó a una parte de la historia sin investigar más, para después revertir su posición cuando surgieron pruebas en sentido contrario. En el caso de políticos, tanto de izquierda como de derecha, las noticias sensacionalistas pueden destruir carreras y, sobre todo, vidas antes de tener una verificación adecuada. ¿Es indiferente? Es una dinámica comercial evidente: los medios priorizan el conflicto, la polémica, la bronca, el grito, y la verdad es solo un recurso secundario.
En la política actual, el concepto de “superioridad moral” ha cobrado un papel relevante. Los sectores de izquierda, que se presentan como defensores de la justicia social, del respeto y de la libertad, caen en comportamientos que contradicen sus propios valores. Esta actitud resulta en una doble moral que erosiona la confianza del público. Figuras como Dominique Strauss-Kahn, el socialista francés, quien defendía la justicia social mientras estaba implicado en escándalos de abuso de poder y acoso sexual, demuestran que el discurso ético puede ser una mera fachada. Por tanto, Errejón no es el primero ni será el último. Lo peor es cuando la izquierda insiste en sus discursos en arrogarse una superioridad moral frente a los adversarios. Cuanto más de izquierdas, mayor es la superioridad moral. Vale para el sexo y para más: desde el trato personal a sus “colaboradores” y trabajadores a su cargo, que se vuelve más despectivo cuando se les otorga una responsabilidad pública (si quieres conocer a fulanito, dale un carguito, decía mi abuela) o como cuando le pagan 1.100 € a un profesional pensando que es un salario justo y exigen para ellos retribuciones que nunca volverán a tener.
Por otro lado, la derecha se presenta bajo una “moral cristiana” en la que la honestidad, la virtud y los valores familiares se proclaman como principios fundamentales. Como dice el periodista adalid de los conservadores, Federico Jiménez Losantos: «Ser de derechas es la única manera de ser decente en España». Sin embargo, los políticos de derechas no pueden dar para nada lecciones morales y éticas. No hace falta ir a buscar a Trump o Bolsonaro, ni establecer ranking alguno; tanto monta, monta tanto... Como sentenció Marco Aurelio, “la mejor manera de defenderse de los otros es no parecérseles”.
La falta de autenticidad en la política está llevando a la propia sociedad a un estado de apatía y decadencia moral. Exagerado, no lo creo. La transparencia parece ser un término discursivo que esconde una clara intención de manipulación, en la que los políticos aprovechan cualquier oportunidad de explotación mediática. En el caso Errejón, es vergonzosa la pretensión de meterlo en el saco del electoralismo impúdico. ¿Podemos estar ante un uso mediático de acusaciones, por un interés político, o como vendetta personal, o por ambos? La pregunta es pertinente, ya que todos (Vox, PP, PSOE, Sumar y Podemos…) solo viven para el rédito electoral y para el crematístico interés que este esconde en forma de poder.
Cicerón lo advirtió hace siglos: “El buen ciudadano es aquel que no puede tolerar en su patria un poder que pretende hacerse superior a las leyes”. La enfermedad moral de la sociedad actual se muestra en esta voracidad de machacar y en la falta de autocrítica de los medios y en los políticos, quienes están perdiendo el respeto a la verdad, la transparencia y el respeto a sí mismos cuando por la mañana se miran al espejo. Insisto: los ciudadanos están perdiendo de manera bastante irrecuperable la confianza en aquellos que deberían liderar con integridad, y la política se ha vuelto, como dice Hannah Arendt, una actividad “vomitiva” que es incapaz de inspirar ideales auténticos para que una sociedad moralmente pueda mejorar.
El poder, cuando abandona la verdad y la moral es usada como arma y no como principio, se convierte en la más corrupta de las enfermedades. Y en la ceguera de una sociedad tan enferma, que disfruta del linchamiento, la política no es más que un espectáculo de miseria humana.
1) En Onda Cero pueden escuchar un pódcast “Compañeros” sobre la creación de Podemos y el nivel de sus ajustes de cuentas internos, que merece la pena ser escuchado. Solamente viendo los títulos de los capítulos se explican muchas cosas.
(2) Linchamiento es un término que procede del inglés y que se deriva de la actuación de un juez de Virginia, Charles Lynch, que durante la independencia norteamericana decidió ajusticiar sin juicio alguno a los que consideraba discrepantes.