Los casos de Ábalos y Errejón son dos torpedos en la línea de flotación de sus respectivos partidos y, por extensión, de toda la izquierda. Han provocado —y seguirán provocando durante el tiempo que duren sus procesos judiciales— un daño muy difícil de reparar. Pueden estar orgullosos de haber proporcionado una munición de inestimable valor a las fuerzas reaccionarias, siempre ávidas de material arrojadizo con el que denigrar a la izquierda.
La corrupción y el trato denigratorio a las mujeres por parte de algunos hombres son transversales. Afectan a todas las clases sociales y a personas de todas las ideologías y de todos los partidos, pero en unos son mucho más dañinos que en otros.
Cuando uno conoce la noticia de que Alvise Pérez —el fundador del partido ultraderechista Se Acabó la Fiesta— está siendo investigado por financiación ilegal y que ha sido denunciado por un empresario al que estafó 100.000 euros, de algún modo le parece coherente con el personaje. Si su partido es racista, niega la violencia contra las mujeres y quiere que los ricos no paguen impuestos, no resulta muy sorprendente que su fundador también sea amigo de los pelotazos y de burlar la ley. Si conocemos que el diputado de Vox por Valencia, Carlos Flores, fue condenado en el pasado por maltratar a su mujer, tampoco nos sorprende mucho porque su partido hace todo lo posible allí donde gobierna por dificultar la lucha contra la violencia de género y por eliminar toda subvención o sistema de apoyo a las mujeres maltratadas.
Pero, que el que fue número dos del PSOE, un partido que hace gala de luchar por la justicia social, contra la desigualdad y por una mejor redistribución de la riqueza, se haya lucrado —de momento, presuntamente, pero con numerosos indicios en su contra— y haya facilitado pelotazos y comisiones vergonzosas durante la pandemia, es sencillamente repugnante. Si en su naturaleza estaba corromperse, podía haberlo hecho desde otro partido donde estos comportamientos fueran más tolerables y donde no produjera tanto daño. Robar siendo ministro de un partido de izquierdas es triplemente repulsivo. Primero, por el hecho en sí, después, por proclamar lo contrario de lo que practica y, finalmente, por dinamitar a su partido y dejarlo a los pies de los caballos.
La misma repugnancia despierta el caso de Errejón. Si es un machista, un acosador y un maltratador de mujeres —presuntamente, pero ya con tres denuncias en su contra—, ¿por que lo ha hecho compatible con aceptar ser el portavoz del partido que se reclama el más feminista de España? ¿Por qué infligir ese terrible daño a su partido? Si uno es un maltratador, debe asumir en solitario las consecuencias de sus actos y no hacérselas sufrir también a los demás. Ni hacer padecer a toda la ciudadanía el sarcasmo de verle defender la igualdad de las mujeres mientras las maltrata en su vida privada. Su comportamiento es también triplemente repulsivo: por ser un maltratador, por su insoportable hipocresía y por dañar injustamente a su partido.
Aunque a alguien de derechas le pueda parecer arrogante esta afirmación, siempre he estado convencido de la superioridad moral de la izquierda. La derecha, en mi opinión, tiene una concepción de la humanidad no muy distante de lo que fue nuestro pasado biológico como simios que competíamos los unos con los otros por unos recursos escasos. Cree en el darwinismo social, en la ley del más fuerte. El que triunfa, lo hace porque es el más apto y, los pobres, en el fondo lo son porque no han luchado lo suficiente. La convicción de que la vida solo premia a quien se esfuerza ignora que no todos disponemos de las mismas oportunidades: unos parten en la carrera sobre ruedas mientras otros lo hacen sobre una sola pierna. No se puede esperar que lleguen igual de lejos.
La ideología de izquierdas apela a una etapa posterior de la evolución humana: aquella en que nuestra especie triunfa sobre las demás por su enorme capacidad de cooperar los unos con los otros. Aunque en el mundo capitalista actual —que padece un extremo individualismo— muchas personas lo desconozcan, nuestro confortable modo de vida se basa en la cooperación, en el hecho de que unos trabajamos para otros. Gracias a ello, hay carreteras, atención sanitaria y pensiones de jubilación. Y a los débiles y enfermos no se les deja atrás, la misma protección que ejercían con ellos nuestros antepasados prehistóricos.
Por eso, defender una ideología de izquierdas exige a la vez imponerse a uno mismo unos altos estándares morales en la vida personal. Si uno defiende la protección de los débiles, la igualdad de oportunidades, la redistribución justa de los recursos y la igualdad esencial de todas las personas al margen de su raza, género u orientación sexual, no puede contradecir estos nobles principios con un comportamiento personal totalmente opuesto a ellos.
Si lo hace, deja un inmenso flanco descubierto al ataque de las fuerzas que se oponen a estos ideales. Nada hace más felices a estas fuerzas que desacreditar el discurso moral de la izquierda: «¿lo ven ustedes? —empiezan ya a decir los Abascal, Bendodo y Gamarra—, son unos hipócritas, proclaman lo contrario de lo que practican».
La reacción de los respectivos partidos ha sido, en mi opinión, la correcta: criticar duramente los comportamientos de estos indeseables y poner todos los cortafuegos posibles entre ellos y el partido, despojándoles de sus cargos orgánicos y, cuando ha sido posible, también de su escaño.
A diferencia del pueblo de Ponferrada con su alcalde en el caso Nevenka —coincido en ello con Berna González Harbour, El País, 26/10/24—, aquí nadie defenderá a Errejón, ni contemporizará con Ábalos. En eso, al menos, hemos avanzado.