Al principio, la polarización no era más que una estrategia electoral que buscaba dos cosas: por un lado, generar inseguridad en los votantes moderados, y, por otro, inducir respuestas simétricas por parte del adversario (el efecto espiral), lo que podía tener a su vez dos tipos de efecto: alinear a los votantes moderados en uno de los bandos (el efecto trinchera) o echarles a la abstención. Esto fue al menos lo que trató de explicar un asesor de Rajoy al Financial Times en vísperas de las elecciones de 2008, tal como cuento en mi libro sobre “Las razones del voto… (1977-2023)” (“si no podemos conseguir que nos voten, podemos conseguir al menos que se queden en casa”, tal era el razonamiento).
Ahora bien, cuando la estrategia tiene éxito y se impone a lo largo del tiempo puede convertirse en una “polarización perniciosa” que divide a la sociedad y que debilita la democracia: llegados a este punto los partidos abandonan los consensos básicos sobre las reglas de juego, al tiempo que los votantes pierden confianza en las instituciones, dando como resultado que el apoyo a la democracia queda suplantado por la “hipocresía democrática” (la importancia de las reglas depende de quién las infringe: “nosotros o ellos”). En último término, la lógica de la polarización lleva a los partidos a sacrificar los principios democráticos antes que ceder el poder, dando paso al exclusivismo político, a menos que un shock imprevisto (una crisis o una debacle electoral) restablezca el equilibrio democrático. En otro caso, es poco probable que el sistema político recupere la normalidad tras el desgaste institucional sufrido entre tanto. Justo cuando los economistas se felicitan por la concesión del Nobel a quienes no han hecho otra cosa que recordarnos la importancia de las instituciones para la prosperidad de un país, resulta que en España los partidos llevan tiempo dedicados al acoso y derribo de las instituciones en las que habíamos depositado nuestra confianza en la buena marcha del país.
La pregunta, por tanto, es si la política española está a tiempo de detener esta dinámica autodestructiva o debemos limitarnos tan solo a hacer el inventario de instituciones que se han ido por el desagüe. La última, como Vds bien saben, ha sido la televisión pública, si bien conviene advertir que se trata de una muerte anunciada. En realidad, se veía venir desde el momento en que el PSOE se confabuló con el PP y el PNV para cargarse el concurso público que previamente había pactado con Ciudadanos y Unidos Podemos como mecanismo de selección de los consejeros de la corporación pública RTVE. La idea del concurso era un producto genuino de la “nueva política” y del afán regeneracionista que hizo furor la década pasada, pero que no sirvió, a la postre, más que para realizar un test de la calidad institucional de la democracia española o, mejor dicho, de su incapacidad para regenerar las instituciones (cuando la fórmula ya estaba inventada y lo más fácil era restablecer el Estatuto de 2006). El resultado, como es bien sabido, fue que todo el trabajo de la Comisión de Expertos para seleccionar a los consejeros (hubo 95 candidatos de los que la Comisión seleccionó a 20) no sirvió para nada y al final se impuso una fórmula muy familiar por estos pagos: el reparto de cuotas o, si se prefiere, de sillones.
El problema es que una vez que los partidos se deslizan por la pendiente del clientelismo, el proceso resulta imparable y así fue como el afán colonizador del espacio público llevó a Concepción Carbajosa, que había quedado en el puesto 86 del ranking de selección, a la Presidencia del Ente, tras la negativa de la presidenta anterior a fichar a un conocido showman procedente de una cadena privada, en una operación presuntamente destinada a hacer sombra a otro showman de una cadena rival que no gozaba de las simpatías de Moncloa. Ante el dilema de disolver el Ente por incumplimiento flagrante de las funciones que una televisión pública tiene encomendadas en una democracia de audiencia o dejar las cosas claras de una vez por todas, parece que el nuevo ministro de Transición Digital ha encontrado la fórmula mágica: ampliar el número de consejeros elegidos por el Congreso para dar acomodo a los socios de investidura y así dejar fuera de juego a la oposición. Por si faltaba algo, los nuevos consejeros serán debidamente remunerados (hasta ahora solo cobraban dietas), pero eso sí: serán igualmente exonerados de responsabilidad, toda vez que el nuevo presidente asume poderes plenipotenciarios. ¿Alguien da más?
Por si había alguna duda sobre la ejemplaridad de la operación (la regeneración era esto, ¿verdad?), la prensa amiga las ha despejado todas: la misma prensa que un día presentaba la negativa de Díaz Ayuso a verse con Pedro Sánchez en términos de “quiebra institucional” (¿acaso la negativa de Sánchez a convocar la Conferencia de Presidentes forma parte la normalidad institucional?), hablaba al día siguiente de “respeto” a RTVE tras el decretazo. Todo muy plausible si no fuera porque el propio ministro que ha sido encomendado de sacar adelante el plan fue en su día el encargado de valorar una operación de Rajoy con parecidas intenciones, que no dudó en calificar de “golpe institucional”. La diferencia es que Rajoy tenía mayoría absoluta y el asalto a la televisión pública le salía gratis, sin necesidad de pagar sillones.
A falta de conclusiones, voy a terminar remitiéndome a mi artículo anterior (“Otra vez Prisa, deprisa”, LHD 1/10/2024), en el que dejé formuladas algunas preguntas para la reflexión de nuestra sufrida audiencia: “¿De verdad se puede sostener con estos datos que el gobierno se enfrenta a “una abrumadora mayoría de medios conservadores”? ¿De verdad creen Vds que un nuevo canal de Prisa va a cambiar en algo este panorama, como no sea para quitarle audiencia a La 1 y a La Sexta? ¿A qué vienen entonces estas prisas?”
¿Verdad que ya no hace falta responderlas? Pues eso.
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