En 1848, el fantasma que recorría Europa era el del comunismo, tal como afirmaba la frase que encabezaba el Manifiesto Comunista de Marx y Engels de esa misma fecha. En 2024, es el de la ultraderecha. Las últimas elecciones al parlamento europeo, las legislativas francesas, las regionales alemanas y las legislativas austriacas así lo atestiguan, donde ha obtenido porcentajes de votos en torno al 30%. Es necesario detenerse una vez más en las causas de estos ascensos y en las estrategias necesarias para combatir una ola que amenaza con arrasar los derechos democráticos europeos tan trabajosamente conseguidos.
El irónicamente llamado Partido de la Libertad de Austria —islamófobo, antiinmigración, euroescéptico y filonazi— ha sido el más votado en las recientes elecciones generales de ese país, con el 29% de los votos. El partido de extrema derecha alemán AfD (Alternativa por Alemania) también lo fue en las elecciones regionales de Turingia, con el 32,8%, y fue segundo en Sajonia, con el 30,6%. En las legislativas francesas de este año, el partido de Marine Le Pen obtuvo el 33,2% de los votos en la primera vuelta, lo que supone casi duplicar el 18,7% que obtuvo en 2022. En la Italia de 2022, el partido de Giorgia Meloni fue el más votado con el 26% de los votos y hoy gobierna en una coalición de derecha y ultraderecha, en la que están el Partido de Silvio Berlusconi y el de Matteo Salvini. En las elecciones al Parlamento Europeo de 2023, los tres grupos de ultraderecha sumaron 187 escaños de 720, un 26%. Hoy, hay dos países europeos —Hungría e Italia— gobernados por la ultraderecha y otros cuatro —Croacia, Eslovaquia, Finlandia y Países Bajos—, en los que forma parte del gobierno. En Suecia, el gobierno necesita de su apoyo parlamentario.
Estos datos, unidos a otros similares de Estados Unidos, América del Sur, Australia y Nueva Zelanda, nos indican que estamos ante un cáncer que está corroyendo nuestras sociedades. El objetivo de estos partidos es acabar con la democracia, pero sustituyendo el golpe de Estado clásico, al estilo del de Pinochet en Chile o del de Videla en Argentina, por golpes de estado desde dentro, utilizando los propios mecanismos de la democracia. Porque una cosa son los mensajes que estos partidos emiten en campaña para conseguir alcanzar el poder y otra muy distinta lo que hacen cuando llegan a él.
El caso más claro es tal vez el del presidente argentino Javier Milei, que ganó las elecciones de 2023 bajo la bandera de “la libertad avanza” y lo único que ha avanzado desde que está él es el recorte de prestaciones sociales, la extrema pobreza, que alcanza ya al 53% de la población, y la inflación, que es actualmente del 25%.
El caso de Giorgia Meloni es más sutil. De Italia hacia afuera es europeísta y suscribe el apoyo a Ucrania contra Putin. Ha conseguido blanquear su imagen de extrema derecha y que Bruselas la acepte como una líder pragmática y moderada. Pero gobierna Italia con todos los tics del ultraderechismo: ataca la libertad de los medios de comunicación, tiene una radical política antimigratoria, es contraria a la transición ecológica, persigue a los homosexuales y limita el derecho de manifestación.
En cambio, Viktor Orbán, el presidente de Hungría, no se entretiene en sutilezas. Es euroescéptico, apoya a Putin y se entrevista con este, con Xi Jinping y con Donald Trump a la vez ostenta la presidencia rotatoria europea. De puertas para adentro, ataca la independencia del poder judicial y de la prensa, lleva a cabo recortes presupuestarios en las artes e investigación científica, persigue a la minoría gitana y a los pobres que duermen en las calles y expulsó en 2015 a los refugiados sirios. Tiene por todo ello numerosas llamadas de atención de la Comisión Europea, que ha demandado Hungría ante el Tribunal de Justicia de la UE por algunas de sus leyes.
La pregunta clave es ¿por qué suben votos? En la coyuntura actual, su ascenso se explica por el relato que han conseguido instalar en el imaginario público acerca de la inmigración, asimilándola a delincuencia, violencia contra las mujeres, uso intensivo de los recursos públicos y acaparamiento de puestos de trabajo en perjuicio de los nacionales. Cada una de estas acusaciones se puede desmentir fácilmente con datos fehacientes, pero no cabe duda de que conectan con temores reales de la población, que se ve abrumada cada día con imágenes de cientos de inmigrantes llegando en frágiles embarcaciones a las costas de Italia, Grecia y España. Si, al mismo tiempo, reciben mensajes de que están sufriendo una invasión y de que su identidad como país peligra, los temores aumentan exponencialmente. Los partidos conservadores se han plegado en muchas ocasiones a esos discursos engañosos y los socialdemócratas no han sabido oponer un relato alternativo.
Si comparamos la situación actual con el ascenso del fascismo en los años 20 y 30 del siglo pasado, vemos que las condiciones son muy diferentes: ahora no hay una crisis económica extrema, ni una polarización semejante a la que había en esos años entre fascistas y comunistas. Pensemos que, como consecuencia de la Primera Guerra Mundial, entre 1913 y 1920 los precios se multiplicaron por tres en Gran Bretaña, por cinco en Francia e Italia, por quince en Alemania y por más de veinte en Austria y Hungría. La radicalización estaba servida.
Una ventaja que tenemos ahora es que sabemos lo que hacen estos partidos cuando gobiernan. Como ejemplo de ello, Vox llegó a tener un 15% de votos y 52 escaños en 2019 y su intención de voto actual está en torno al 12%. En estos años, la población ha comprobado cuáles son sus políticas en las comunidades autónomas en las que ha gobernado con el PP y no parece que gocen de consenso.
Los partidos que surgen al calor de las crisis tienen un momento de subida y, al cabo de un tiempo, cuando la población se da cuenta de que no se han cumplido las expectativas que despertaron, bajan como el plomo. Así han sido los casos de UPyD, Ciudadanos y Podemos. Vox aumentó drásticamente sus votos a raíz de la crisis catalana de 2017: el nacionalismo radical de los independentistas despertó otro nacionalismo radical, el español. Ahora que el independentismo está en decadencia, probablemente sucederá lo mismo con Vox.
Pero, aunque en España la ultraderecha no sea tan potente, sin duda lo es en el resto de Europa. Por desgracia, nadie parece haber dado por ahora con una forma eficaz de combatir sus discursos incendiarios.