Pasé por el pueblo de O Incio y tomé la carretera comarcal LU-642 en dirección a la aldea de A Ferrería, donde se encuentra su famoso balneario, abandonado desde hace mucho tiempo (otra historia del desinterés de las autoridades y de esa España vaciada). Hablar de ello sería una larga y lacrimosa historia para contar en capítulos, pero hasta allí me llevaron unos familiares en mi lejana juventud, y guardo grandes recuerdos, además de la curiosidad por volver al lugar.
Para mi sorpresa, antes de llegar a mi destino, unos dos kilómetros después de O Incio, más concretamente en la aldea de O Hospital, me encontré con una monumental iglesia de la que había oído hablar, pero que no recordaba haber visitado.
Aparqué el coche al borde de la carretera y, a medida que me acercaba, la visión se volvía más hermosa. Me froté los ojos, preguntándome cómo era posible que no conociera este templo, siendo que nací a pocos kilómetros de allí. Cerca de la entrada, unos señores conversaban. Les pregunté si era posible visitarla. Para mi sorpresa, uno de ellos tenía las llaves y me acompañó amablemente.
Era media tarde y el sol brillaba sobre los mármoles de aquella iglesia, bella y, a la vez, extraña. Me impresionó profundamente su color azulado; el lugar parecía una postal medieval que me transportaba en el tiempo. Mi inesperado cicerone me contó que el templo fue construido en el siglo XII, utilizando mármoles azules extraídos de las famosas canteras cercanas, que le daban ese color tan especial.
La fachada principal es digna de admiración, con una gran portada románica compuesta por cuatro arquivoltas y un tímpano en el que destaca el escudo de la cruz de Malta, coronada por una greca en zigzag muy original. Además, tiene dos columnas monolíticas a modo de contrafuertes, como si la fortaleza de esas columnas protegiera la delicadeza de la propia portada.
A la izquierda, una torre con dos campanarios custodia la iglesia. Su aspecto de fortaleza no dejaba lugar a dudas. Me contaron que había otra torre, pero fue derribada, y sus restos se utilizaron para otras construcciones en la zona. También hay un panteón que se puede ver antes de entrar a la iglesia.
En la parte lateral derecha hay un porche con una segunda portada decorada con dos arquivoltas. Mi amable acompañante me guió por esa puerta al interior del templo. Destacan los dos niveles del altar y el Cristo colgado de cuatro clavos, una imagen imponente que evoca tanto miedo como respeto. También está la pequeña virgen de madera dando de mamar al niño, conocida como la Virgen de la Leche, a la que le falta un pecho, lo que le da un toque extraño, pero bello.
El templo tiene en su parte posterior un ábside de forma poligonal poco común. Delante de la iglesia se encuentra el panteón de los Quiroga, junto a un castaño centenario que proyecta su protectora sombra. Mi acompañante relató supersticiones, cuentos y leyendas de la zona. Según una de ellas, “fue el mismo diablo quien, en una sola noche y sin encomendarse a Dios, construyó el templo”. Aunque, por el tipo de construcción, parece que el templo se hizo en menos tiempo que otros. Se especula que fue erigido sobre otro, posiblemente del siglo VI, a juzgar por algunos restos hallados.
La realidad es que la construcción, que tomó algo más de un día y cuarenta noches, fue obra de la Orden Templaria de San Juan de Jerusalén, con la cruz de Malta. Esa cruz cuadrada, visible antes de entrar a la iglesia, es una especie de sello que deja claro quiénes lo construyeron y a quién pertenecía. La cruz está llena de simbolismo: con sus ocho puntas, representa las ocho bienaventuranzas teologales y las ocho virtudes que debía poseer todo miembro de la Orden: lealtad, piedad, sinceridad, valor, gloria y honor, desprecio por la muerte, solidaridad con los pobres y los enfermos, y respeto por la Iglesia. Vamos, unos santos… o algo peor.
Allí, por si había dudas, está enterrado uno de sus comendadores, fray Álvaro de Quiroga. Su sepultura se encuentra bajo una hermosa estatua yacente, y tiene su propia maldición: “si se abre la tumba, la iglesia caerá sobre quien haya osado cometer tan gran sacrilegio”.
Los templarios levantaron un conjunto arquitectónico con una fortaleza destinada a atender y proteger a los peregrinos en su duro camino hacia Santiago. Dentro del complejo se encontraban la iglesia, para curar las heridas del alma; el hospital, para las del cuerpo; y la hospedería, para las del estómago y para dar descanso a los cansados cuerpos.
El templo se ubica en una variante del Camino de Santiago de Invierno, que se unía en Samos con el famoso Camino Francés. Es fácil imaginar a aquellos caballeros templarios galopando por los cercanos valles de O Mao, O Incio, y por los caminos de los montes de O Courel, Lóuzara y la sierra del Oribio, con sus túnicas blancas al viento y esas cruces rojas que destacaban sobre el pecho. Estos nobles caballeros, que repartían sus vidas entre la oración y la guerra, rezaban a Dios mientras blandían el mazo o la espada. Ya lo dice el refrán: “A Dios rogando y con el mazo dando”.
Todo ello bajo votos de silencio y austeridad. Los que han escrito sobre ellos destacan su coraje y disciplina, mientras protegían a los peregrinos de ladrones y herejes: “el bien contra el mal, una lucha que no tiene final”.
La historia nos ha enseñado lo peligroso que es mezclar la religión, donde prima la fe sobre la razón, dándole el monopolio de la violencia y entregando las armas a sus representantes.
No es de extrañar que este lugar haya inspirado famosas novelas, ya que aquí la imaginación galopa sola hacia aquellos tiempos en que los caballeros no salvaban doncellas, sino peregrinos y caminantes.
Si alguna vez estás por la zona, no dejes de visitar la Iglesia de San Pedro Fiz en el Hospital de O Incio. Vale la pena. No ganarás la compostelana ni la indulgencia plenaria, pero disfrutarás de un lugar lleno de encanto.