Desde el triunfo de la moción de censura contra Mariano Rajoy en 2017, el PP ha mantenido una estrategia de oposición que no solo le daña a él como posible alternativa de gobierno, sino también al sistema democrático en su conjunto, a la vez que contribuye a una polarización y radicalización extremas de las posiciones políticas de los ciudadanos.
En realidad, el PP sigue la ola de radicalización de muchas derechas internacionales, cuyo origen podríamos situar en el triunfo de Donald Trump en las elecciones estadounidenses de 2016. Esta deriva se caracteriza por entender la contienda democrática como una guerra sin cuartel contra los adversarios políticos, que pasan así a la categoría de enemigos a batir por todos los medios posibles. Se les insulta, denigra y descalifica, se les tilda de enemigos de la patria y, en caso de que gobiernen, se les niega toda colaboración o pacto, aunque se trate de temas de estado que podrían beneficiar a todos los ciudadanos.
A los gobernantes progresistas se les acosa utilizando cualquier medio. Por supuesto, el parlamento, pero también los medios de comunicación y los jueces y fiscales afines. No se detienen ante nada; la mentira y el bulo son admisibles; y también lo es atacar a su entorno familiar. Son todavía recientes los casos de la laborista Jacinta Arden en Nueza Zelanda, que renunció a la presidencia al hacerse públicos algunos datos de su vida familiar, o del socialista Antonio Costas en Portugal, al que se forzó a dimitir por acusarle falsamente de corrupción la fiscalía. Acosos y dimisiones similares afectaron a las primeras ministras de Finlandia y Noruega.
El PP se ha encerrado en un laberinto del que no encuentra la salida. Quiere gobernar a toda costa pero su estrategia radical no le deja más socios posibles que Vox. Tanto PNV como Junts, que serían sus posibles aliados naturales por proximidad ideológica, le dan la espalda mientras vaya de la mano de la ultraderecha. Al mismo tiempo, el PP y Vox compiten por una bolsa de votantes que pueden inclinarse a un lado o a otro. Eso hace que el PP adopte el mismo discurso que Vox en ciertos temas como la emigración o la oposición a las leyes de memoria democrática. Incluso elogian y cortejan a políticas ultraderechistas como la señora Meloni. Pero, como no se puede estar a la vez a rolex y a setas, esos mismos discursos le enajenan a los votantes de centro, que son los que se disputa con el PSOE.
Dentro de su propio partido, el liderazgo del señor Feijóo está en precario. Apenas da un tímido paso hacia un entendimiento con el Gobierno, surgen las voces ultras de dirigentes como Aznar, Díaz Ayuso o Esperanza Aguirre que le ponen límites a su discurso. Así ha sucedido con el reparto de menores inmigrantes a las comunidades autónomas, con las entrevistas de sus presidentes autonómicos con Pedro Sánchez, con la aplicación de la ley de vivienda y, en estos mismos días, con la reducción de la jornada laboral.
Al comienzo de la legislatura, ensayaron el discurso catastrofista sobre la economía vaticinando todo tipo de crisis. Como los datos han ido desmintiendo sus predicciones —la economía crecerá este año al 2,8%, la inflación está en el 1,5%, hay 21,5 millones de empleos y la deuda pública ha bajado desde 2020 del 120% del PIB al 105% actual—, han abandonado este terreno de confrontación tradicional entre la izquierda y la derecha y han ido saltando de un tema a otro, sin una estrategia clara, salvo la de desgastar al Gobierno por cualquier medio.
Así, han pasado de la amnistía y la ruptura de España a los acuerdos entre ERC y PSC para la investidura de Salvador Illa, a la política de inmigración y, finalmente, a la política exterior. No apoyaron al Gobierno ni en la retirada de nuestro embajador en Argentina ante los inadmisibles insultos de Milei, ni en la posición ante la invasión de Gaza por Israel y el posterior reconocimiento de Palestina, ni en asilo del candidato Edmundo González a la presidencia de Venezuela.
Si bien alguno de estos asuntos —especialmente la amnistía— son temas legítimos para hacer oposición, algunas voces moderadas dentro del PP, como la del señor García-Margallo, ex-ministro de asuntos exteriores con Rajoy, recuerdan con nostalgia que nunca hubo conflictos con el PSOE en materia de política exterior durante su mandato. La política exterior es un tema de Estado, la dirige el gobierno de turno y la oposición debe apoyarla como regla general. En caso contrario, se da una imagen contradictoria del país y se dan argumentos a países externos para atacar al nuestro.
En el caso de Venezuela, la posición del PP ha sido, no solo desleal, sino también rayana en el ridículo. Atacar la política del Gobierno, cuando esta coincidía con la del resto de países de la UE, y acusarle de colaborar con Maduro en un golpe de estado es una actitud estrambótica que solo contribuye al descrédito de quien la emite. Ni siquiera rectificaron cuando el propio Edmundo González desmintió las acusaciones de haber sido presionado por el embajador español.
En el caso del reparto de menores, su voto en contra de la ley que lo hubiera hecho obligatorio ha generado un grave problema a su propio partido en Canarias, que forma parte del gobierno de las islas. Su negativa actual a apoyar la senda de gasto de los próximos presupuestos privará a las CC.AA. y ayuntamientos, en muchos de los cuales gobierna, de un techo de gasto que les permitiría disponer de 12.000 millones más en los próximos dos años.
Su política de desgastar al gobierno a toda costa y con cualquier asunto, incluso a costa de caer en el ridículo, le desacredita como alternativa y nos daña a todos. Es la conocida actitud del perro del hortelano: ellos no puede gobernar porque no le dan los números pero impiden que otros lo hagan, aunque para eso tenga que perjudicar a muchos ciudadanos, incluidos sus propios presidentes autonómicos y alcaldes.