Las palabras, a veces, se pierden, o se deshacen,

o las encuentras rotas

de tanto usarlas

por unos y por otros. Pero no mueren,

no mueren las palabras.

Se esconden o se alejan dispersas, como desertoras,

y nos abandonan por un tiempo, dejándonos silencios,

sonidos sordos,

ecos ciegos y vacíos

que no alumbran.

Entonces hablamos de otra cosa, y dices, quizá

que el sol se tiñe de naranja cuando muere por las tardes,

y parece cierto,

pero el sol no muere.

O crees

que tu voz podría decir...

y no encuentras cómo

alumbrar tu pensamiento, enarbolar una idea

con la que rasgar el aire

para ocupar la estancia.

Y buscas otras,

y las encuentras gastadas,

por ejemplo:

los ababoles mueren al arrancarlos, pero no interesa a nadie.

O vives silencios absurdos, cargados de vacío,

o lo parecen,

pero no son silencios,

son ausencia de palabras

que se perdieron o se marcharon, pero no mueren.

Y cualquier noche reaparecen transparentes, bellas, inéditas, porque no murieron nunca,

 

sólo huyeron cobardes

o se escondieron no sabes dónde. Y cuando retornan

lo hacen con la misma fuerza

de atracción

que un amor que vuelve,

para hacernos saber

cuánto las necesitamos.

Inédito