A veces los historiadores se rompen la cabeza haciendo comparaciones. ¿Qué fue peor: la dictadura de Primo de Rivera o la de Franco? ¿Qué fue más democrático: la II República o el “régimen del 78”? Y así sucesivamente, como si fuera tan fácil pronunciarse sobre este tipo de imponderables. Como bien saben los expertos en la materia, para que dos cosas se puedan comparar hace falta que tengan algo en común, y hay cosas que ya han dejado de tenerlo. Es fácil encontrar parecidos entre las dos dictaduras citadas (de hecho, apenas hay una década de distancia entre ambas), pero ¿qué tienen que ver los años treinta con los setenta del siglo pasado? Cuarenta años después ya no había fascismo ni estalinismo, y Europa ya no era un campo de minas sino un club de democracias selectas donde todo el mundo quería llamar a la puerta. Por cierto, un club al que pertenecemos desde hace otros cuarenta años y que ahora nos recuerda periódicamente la trayectoria a seguir.
Pero hay cosas que permanecen de un siglo para otro. En nuestro caso, una de las peculiaridades idiosincrásicas que mejor resiste el paso del tiempo es nuestra infatigable disposición al regeneracionismo. Todo empezó con la crisis del 98 y el reguero de lamentaciones que puso en marcha, sin que nunca llegásemos a saber muy bien las razones de tanta autoflagelación, toda vez que ni la economía pareció resentirse mucho de la pérdida de las colonias ni la política necesitó de mayores ajustes, de manera que el turno partidista siguió funcionando como si tal cosa y la economía crecía sin parar. Si algo cambió fue que, una vez puesta en circulación, la retórica regeneracionista se mostró imparable, con lo que las recetas fáciles y la política de salón hicieron su agosto. Que un político incapaz y un taumaturgo autodidacta como Joaquín Costa fuese el más exitoso a la hora de vender el crecepelo que nos iba a conducir a la modernidad nos da una idea de la indigencia intelectual y analítica de aquellos albores del siglo. Es verdad que la España de entonces cotizaba muy alto en términos literarios, como lo prueba la exuberancia narrativa de la generación del 98, pero la capacidad de diagnóstico brillaba por su ausencia. Ni siquiera el gran Ortega, el filósofo que todo lo sabía, anduvo muy fino en eso, y cuando, ya entrados los años treinta, empezó a enterarse de hasta qué punto se había enredado el “laberinto español”, ya era demasiado tarde para evitar la dinámica endiablada que llevó a la tragedia.
Y así fue como, de tanto invocar “el cirujano de hierro” del inefable Costa, se convirtió en una profecía autocumplida, hasta el punto de que a Primo de Rivera no le hizo falta disparar un solo tiro para hacerse con el cotarro: le bastó un paseo en tren desde Barcelona, donde contaba con el respaldo de las fuerzas vivas, hasta Madrid, donde le esperaba el clamor popular. Por si hace falta recordar en qué consistió el plan regeneracionista de Primo, digamos que en seis años no dejó ni rastro de la monarquía liberal y de los partidos del turno, lo que explica, de paso, que las elecciones de 1931 las ganase de calle el Partido Socialista, ante la incomparecencia de las derechas liberales y las no tan liberales. Alguno pensará que no hay mal que por bien no venga, pero supongo que tampoco hace falta recordar cómo terminó todo aquello.
Un siglo después, el afán regeneracionista resucitó de la mano de un malogrado experimento llamado Ciudadanos, al frente del cual estaba otro genio político que, cuando llegó la hora de la verdad, se puso de perfil y nos dejó con la duda de saber si realmente se creía lo que decía o se trataba tan solo de otro vendedor de crecepelo, mientras los vicios de la partitocracia se extendían por todo el sistema político y amenazaban metástasis. La ironía de esta historia es que el fracaso de la “nueva política” se produjo justo en el momento en que la degradación democrática había llegado a tal punto que hacía necesaria una nueva edición de “oligarquía y caciquismo” para dar cuenta de todos sus perversiones. Y así fue como el regeneracionismo quedó nuevamente en suspenso, a la espera de que llegara alguien dispuesto a agitar otra vez la bandera. Hizo falta que Pedro Sánchez se sintiese atacado en lo más íntimo para que la palabra mágica resonase de nuevo contra las paredes del Congreso. Hasta Tezanos hizo una encuesta para testar las líneas maestras del plan, que empezaba por poner en su sitio a la justicia y la prensa.
El problema es que cualquier plan de regeneración empieza por el lenguaje. No sirve de nada tratar de depurar la política si para ello recurrimos a palabras contaminadas. Puede que cuando se acomete una tarea de este tipo, haber defendido una tesis sobre “la ética del engaño” tenga muchas ventajas, pero la mentira en política hace mucho que ha dejado de ser un problema ético, hasta el punto de que ya nadie habla de ella. Ahora lo que se lleva es la posverdad, que es otra cosa: es la capacidad de crear una realidad alternativa, una especie de área de confort donde los humanos puedan refugiarse de la incomodidad que supone un mundo que no se ajusta a sus anteojeras ideológicas. Cuando es eficaz, no es más que un truco mental para reducir la disonancia cognitiva, una manera indolora de disipar la contradicción entre los clichés con que percibimos el mundo y los datos que nos llegan de él y que nos resistimos a procesar. Esa sería la tarea de un Ministerio de la Verdad digno de tal nombre y gestionado con la debida competencia.
De poco sirve entonces que cuando la realidad nos interpela tratemos de responderla con ocurrencias que se contrarrestan unas a otras. Veamos un par de ejemplos. Cuando se abrió el debate sobre la amnistía y Sánchez hubo de pronunciarse ante el Comité Federal, parece que tenía claro el encuadre (“hacer de la necesidad virtud”), pero Zapatero prefirió apelar a “las enseñanzas de la historia” e invocar nada menos que el ejemplo de Azaña. Todo muy emotivo si no fuera porque Azaña no tardó en arrepentirse de tal medida, en cuanto escuchó al amnistiado Companys aquello de “ho tornarem a fer”. Meses después, el pacto de investidura PSC-ERC empezó siendo un “concierto solidario” (¿acaso el concierto vasco no lo es?) para convertirse poco después en algo equiparable a las exenciones fiscales de la España despoblada. En ambos casos, el emisor renuncia a la posibilidad de un relato creíble dotado de una mínima coherencia y solo consigue que la audiencia se mosquee o se desconecte.
De seguir así, solo queda esperar el día que la sufrida audiencia se plante ante el Ministerio de la Verdad diciendo aquello de “cuánto nos mientes y qué poco nos engañas”.