En mi ciudad sobrevive un viejo zoológico.
Está en lo alto de una de las montañas que circundan la ría.
De ambiente sombrío, decadente y penoso. Un gabinete de curiosidades latente, como aquellos del renacimiento que exhibían todo un pantone de taxidermia, rarezas y obras de arte solo que aquí las vitrinas son jaulas y los objetos que se exhiben están vivos.
Mi tierra es tierra de jabalíes, caballos, ovejas, zorros, vacas y gatos. De palomas, gallinas, gaviotas, lechuzas y murciélagos. Una cebra en estos lares es lo que un iceberg a la costa malagueña. Algo anómalo, forzado, casi antinatural y además encerrada, ni siquiera puede pasearse por los maizales y dejar que las hojas rasposas se le peguen en el lomo, y comer cerezas de las ramas cargadas y bajas en Beade cuando la primavera está a punto de asfixiarse en el mes de Junio, ni espantar a su paso a los cuervos que entre los campos de maíz se dan un festín como un aquelarre alado.
En el zoológico viven un tiempo de lágrima.
Un recorrido lento y costoso, que se inicia cuando la imagen de lo que nos causa dolor conecta con el sistema neuronal que pone en marcha la emoción y que a su vez y en perfecta sintonía avisa a quien sea el responsable en nuestro cuerpo de brotar perlas de agua y por un conducto más pequeño que la cabeza de un alfiler salir y rodar y calentar las mejillas y recordarnos que algo nos mata de pena.
Así es el transcurrir del tiempo dentro de la jaula del zoológico.
Hormigón, un árbol enfermo que hace las veces de sabana, un falso lago, un sinfín de barrotes de hierro y algún que otro humano despistado que mira sin gracia a lo lejos mientras, desplomados sobre una base sucia y ajada, los leones dormitan esperanzados de que el sueño venga a por ellos. Tener la suerte que a veces experimentamos los humanos, dormir y que el sueño te lleve a lugares lejanos, a experiencias singulares, a vaivenes e imprevistos llenos de gozo, y verte entonces corriendo en la estepa tras una gacela hermosa alentado por la fiereza de la sangre por el instinto de la supervivencia, pelear el territorio, agazaparse, jugar con los cachorros, saberse en el lugar adecuado. En casa.
Pero los animales no sueñan, eso creemos, y entonces, el león dormita sin esperanza viendo la puerta de gris y óxido que Pedro abre cada mañana para alimentarlo con trozos de ternera gallega calidade premium, con el cariño que pone Pedro en todo lo que hace, y que después cierra con fuerza y estruendo para pasar el duro cerrojo que impide el paso y sobre el que destaca un cartel con letras grandes rojas sangre que señalan PELIGRO.