No es un debate nuevo y sencillo. A su complejidad jurídica hay que añadir controversias sociales, económicas, culturales y sobre todo políticas, además del enmarañamiento por confusión en términos de lenguaje y conceptos, proyectándose un más difícil todavía por los numerosos conflictos de interés en los que no entrare, de momento, con múltiples dimensiones en un mundo globalizado e hiperconectado.
La transformación digital hace posible un gran «hackeo» mental mediante la desinformación, instrumento de polarización que imposibilita equilibrios, consensos y soluciones razonables, permite dañar conquistas históricas de convivencia, animar confrontaciones identitarias contra el principio de ciudadanía o sencillamente obtener réditos políticos. Las noticias falsas («fake news»), tienen gran protagonismo en internet y redes , utilizándose en la construcción de relatos, en mecanismos desinformativos, bulos, en la perversión de la realidad y falsedad informativa u otras construcciones de la pos-verdad y desarrollos emocionales contrarios a la razón y a la conciencia.
En juego están lo principios y valores humanistas, democráticos, recogidos en la Declaración Universal de Derechos Humanos (DUDH) –de 1948–, tras las dos Guerras Mundiales y el Holocausto.
Todas las tragedias, vinieron precedidas de desinformación y discurso de odio, aunque esos conceptos no se utilizaran en aquellos tiempos. La desinformación es uno de los alimentos de toda forma de intolerancia y el discurso de odio una de sus manifestaciones. Su uso precede a la acción, cuando menos es un peligro potencial y un daño a la dignidad humana.
Hoy esta praxis desborda escenarios con las nuevas tecnologías de la Información y Comunicación.
Poner fin al anonimato en Internet y en las redes sociales, siendo una medida parcial resulta imprescindible. Es una antigua y persistente reivindicación de Movimiento contra la Intolerancia que data de finales de los años 90, cuando vimos que el anonimato en numerosos foros de medios digitales, permitían que grupos de odio obtuvieron impunidad para difundir mensajes con objeto de dañar los derechos fundamentales de aquellas personas y colectivos sociales, religiosos o políticos, situados como sus “objetivos de ataque”, así como a cualquiera por su relación con estos colectivos.
Desde la perspectiva de la víctima así como para la protección de la convivencia democrática, hemos denunciado el discurso de odio porque es un delito en sí mismo como establece el Código Penal en su artículo 510, o bien porque no llegando a serlo, puede ser una infracción administrativa al crear un clima de intolerancia.
Precede al delito, lo alimenta e incluso lo incrementa, en especial en redes sociales. Y se requiere congruencia en su interpretación y un lenguaje con perfil científico, siempre en sintonía con los derechos humanos y con el máximo respeto a las libertades fundamentales que no son infinitas, tienen límites, porque la libertad de expresión no debe suponer libertad e impunidad para la agresión.
El punto de partida desde nuestra realidad jurídica que necesariamente hay que mejorar, como evidencian sus deficiencias, debe evitar los sesgos políticos, religiosos, identitarios o de cualquier otra naturaleza y situarse en el único punto posible “Todos los seres humanos nacemos libre e iguales en dignidad y derechos..” (artículo 1 DUDH).
Y también exige a toda persona interpretar estas libertades sujetas a “las limitaciones establecidas por la ley con el único fin de asegurar el reconocimiento y el respeto de los derechos y libertades de los demás, y de satisfacer las justas exigencias de la moral, del orden público y del bienestar general en una sociedad democrática. (artículo 29 DUDH )
En consecuencia, es preciso ser congruente y actuar de forma integral contra toda manifestación intolerancia y su discurso de odio subsiguiente. No tiene sentido democrático estar contra el racismo y aceptar el antisemitismo, como tampoco rechazar la xenofobia y aceptar la hispanofobia, ni rechazar la homofobia y aceptar la misoginia, o viceversa y así hasta describir el infinito poliedro de intolerancia que también ataca la libertad religiosa, cultural, y tantas otras libertades, pero sin abrir la puerta a integrismos y a violaciones de derechos humanos. No vale mirar en una sola dirección ante problema, ni aceptar un “todos contra todos”
Contra la desinformación, sea de cualquier signo
La desinformación, sea del signo político, identitario, religioso o ideológico que sea, es inmoral y un arma de destrucción de la convivencia y de la cohesión social; liquida la verdad y su realidad poliédrica, además de ser un instrumento estratégico de quienes promueven la perversión de la democracia y el extremismo como se observa en todos los países.
Siempre hubo estas prácticas pero no con el actual desarrollo exponencial, sea con rumores, noticias falsas, imágenes manipuladas, canciones, humor, videoclips… en multitud de soportes se desinforma, se enfrenta, se daña al prójimo, se amenaza, se acosa, se cancela el pensamiento crítico, se atenta a la dignidad, en incluso se provocan agresiones y suicidios, todo amplificado en internet y redes sociales donde aparecen esos contenidos malignos a ritmo vertiginoso, facilitados por la impunidad del daño por el anonimato que hace difícil la trazabilidad de rastreo de identificación de su autoría.
La praxis de la desinformación es tan antigua como la humanidad y ha sido especialmente utilizada en guerras, en política o en operaciones económicas; anhelada por dictadores, siempre amigos del engaño, nunca es legitima por estar contra la ética y el derecho.
La doctora en Ciencias de la Información María Fraguas de Pablo, colaboradora de Onda Verde y del Movimiento de Radios Libres en los años 80, en su científico texto Teoría de la Desinformación, definió y delimitó el concepto, significando la relevancia de la intención desinformativa del emisor, determinada por los objetivos del conflicto: «mientras no haya intención, no hay desinformación. Puede haber desidia, falta de información, carencia en los medios, e incluso falta de interés del grupo receptor hacia un tema en particular o hacia el acontecer del mundo en general», afirma la profesora.
Proporcionar a terceros informaciones erróneas llevándoles a cometer actos colectivos o a difundir opiniones que correspondan a las intenciones desinformadoras, incluso realizar una omisión voluntaria, entre otras técnicas desinformativas, viene a estar a la orden del día en las redes e internet.
“Podemos decir que la desinformación surge cuando la información cesa de ser un fin en sí para subordinarse a los objetivos de situación conflictiva”, confirma María Fraguas, y establece un concepto de alcance científico: «Llamaremos desinformación a la acción del emisor que procede al ensamblaje de los signos con la intención de disminuir, suprimir o imposibilitar la correlación entre la representación del receptor y la realidad del original».
Podríamos preguntar a dirigentes políticos, también a los medios y a todo el que tenga “capacidad de desinformar” sobre constancias de utilizaciones de mentiras y omisiones, u otros mecanismos inductivos desinformativos en mensajes, usando la analogía y la metáfora, los tropos, el tono y el rumor, señalando los vocablos, las extensiones y reducciones y transferencias semánticas, los binomios antitéticos, eufemismos y la frase como técnica de desinformación, junto a la fabricación de hechos, la manipulación sucesos, las medias verdades, en definitiva, como se construye opacidad e ignorancia, sin olvidar el papel que puede jugar la persuasión y la seducción, el doble lenguaje en la construcción de un relato desinformativos.
Todo puede alimentar el discurso de odio.
El discurso de odio siempre es reprochable. El discurso de odio podrá ser o no un delito o una infracción administrativa, pero siempre será éticamente reprochable. La desinformación junto a la anomia moral, las doctrinas e ideologías de odio, el falso conocimiento, entre otros elementos, configuran un detritus de intolerancia en el que se nace y crece el discurso de odio. Aunque no todo es punible, ni sancionable, pero si merecedor de repudio y reproche social, frente al que nos tenemos que proteger mediante dos elementos esenciales: la educación cívica y el establecimiento de límites sancionadores, sea en el ámbito administrativo con la Ley de Igualdad de Trato y No Discriminación, actualmente “missing”, o con el Código Penal como establecen los artículos 510, 173 u otros.
La Resolución (20) de 1997 del Consejo de Europa definió el Discurso de Odio como aquel que “abarca todas las formas de expresión que propaguen, inciten, promuevan o justifiquen el odio racial, la xenofobia, el antisemitismo u otras las formas de odio basadas en la intolerancia, incluida la intolerancia expresada por agresivo nacionalismo y el etnocentrismo, la discriminación y la hostilidad contra las minorías, los inmigrantes y las personas de origen inmigrante”.
El Tribunal Europeo de Derechos Humanos en su sentencia de julio de 2018, se refirió a la Prueba Umbral y al plan de acción de la ONU contra el discurso de odio (2019) definido como: “cualquier forma de comunicación de palabra, por escrito o a través del comportamiento, que sea un ataque o utilice lenguaje peyorativo o discriminatorio en relación con una persona o un grupo sobre la base de quiénes son o, en otras palabras, en razón de su religión, origen étnico, nacionalidad, raza, color, ascendencia, género u otro factor de identidad».
El TEDH añadió que “en muchos casos, el discurso de odio tiene raíces en la intolerancia y el odio, o los genera y en ciertos contextos, puede ser degradante y divisivo”.
Hay formas de expresión, mensajes odiosos que ofenden, perturban o trastornan pero que por sí mismas, no constituyen delito de discurso de odio. Este delito debe servir para proteger a las personas y grupos sociales atacados por motivo de intolerancia, sin embargo hay gran ignorancia al respecto y se confunde lo que es punible y no punible, al manifestar que todo es “odio”.
Falta rigor en el abordaje del problema, incluso seguir las indicaciones de la ONU en cuanto a la Prueba Umbral sobre el discurso de odio que requiere fijarse en seis elementos a tener en cuenta: el contexto social y político; el rol del orador ; la intención de incitar a la audiencia contra un grupo objetivo; el contenido y la forma del discurso; la extensión de su diseminación y la probabilidad de daño, incluida la inminencia del mismo.
Sin embargo el “anonimato” en las redes sociales e Internet, contrario a la responsabilidad cívica que debe requerirse a toda persona en una sociedad democrática, dificulta su erradicación.
La protección de los derechos humanos exige que la impunidad no deba de ser facilitada por las plataformas de las redes, cuyo fracaso con el planteamiento de autorregulación y los “Trusdted Flager” (organizaciones reconocidas como Comunicantes Fiables) es palmario.
Este proceso contra el anonimato ha de realizarse siendo conscientes de los límites de otras jurisdicciones internacionales y velando para que las restricciones al discurso de odio no se empleen para silenciar a las minorías, ni para reprimir la crítica a las políticas oficiales, a la oposición política o a cualquier discurso critico realizable en una sociedad democrática y en general a la opinión diversa, a la libertad de pensamiento y comunicación,
Es preciso limitar la accesibilidad a redes a sancionados por discurso de odio, garantizando su no reiteración, y evitar todo apoyo publico a aquellas organizaciones que usen el discurso de odio y prohibir todas aquellas que lo hacen con objeto de incitar a la comisión de actos de violencia, intimidación, hostilidad o discriminación contra las personas a las que van dirigidas o pueda razonablemente esperarse que produzcan tales efectos.
Finalmente para este requerido debate, hay que destacar el papel de la educación frente a la desinformación y el discurso de odio; acabar con prejuicios, creencias erróneas y falsedades que constituyen la base de esta praxis ignominiosa que infecta transversalmente la sociedad y daña especialmente a adolescentes y jóvenes resulta esencial.
La prohibición penal, siendo necesaria, no es suficiente por sí sola para erradicar el discurso de odio y no siempre es el mecanismo idóneo. Como dijo Jacques Delors, la “educación encierra un tesoro”, pero no el adoctrinamiento, añado, porque eso también es parte del problema.