Yo casi nunca iba. No me gustaba que se me enganchase el vestido en las espinas. Además, si te rozaban la piel, te la cortaban y eso dolía. Mi relación con las espinas era a través de un juego. Elegía las más grandes, las que parecían quillas de barcos y las despegaba del tallo para fijarlas en la palma de la mano con saliva. Después, iba al encuentro de algún adulto despistado- Hola, me llamo Lucía, ¿y tú? -Al tiempo que alargaba mi extremidad reconvertida en arma blanca deseando que el señuelo surtiese efecto y que él o ella cayesen en mi pequeña y orgánica trampa infantil. Pinchar la suya. Algo leve. No me identifico con el sadismo. Siempre he sido muy cobarde en eso de herir, al menos intencionadamente.  Ideas perversas. Ejecuciones naifs.

 

Mamá siempre estaba en las rosas.

 

El día de mi comunión, la última vez que me puse un vestido y que lucí melena, mi madre cortó una rosa roja de su jardín y la puso en mi mano y así me fotografiaron la mañana en la que recibí el cuerpo y la sangre de Cristo. Amén. Ese fue un día de luto pues enterré los vestidos, el pelo largo, la candidez. A partir de ahí inventé una coraza de descaro y una falsa actitud desafiante hacia todo y hacia todos. Hasta que cumplí 50 años y me tatué en la muñeca izquierda una flor como aquella que todavía luce en mi fotografía de la primera comunión. Pero sin espinas. 

 

Para recordarme eso tierno que vive en mí y que heredé de mi Mamá, que siempre estaba en las rosas.