Uno de los enigmas de la política española es la compulsión al suicidio de algunos de sus dirigentes y, en particular, de los nacidos en los años de la transición, entre 1975 y 1982. Quizá el caso más interesante desde un punto de vista clínico sea el de Albert Rivera, el cual no dudó en desaprovechar todas y cada una de las oportunidades que tuvo para convertirse en el árbitro de la política española, con tal de arruinar todo un proyecto de regeneración nacional. Pero tampoco hay que quitarle mérito a Pablo Iglesias y a Pablo Casado, los cuales prefirieron arruinar su liderazgo antes de que algún otro de sus correligionarios pudiese apuntarse algún éxito que les hiciera sombra.
Ganas dan de hacer una interpretación en clave generacional que podría formularse más o menos así: puesto que nacieron en esos años cruciales de la transición y su mayoría de edad se produjo en un contexto de apacible prosperidad europea, cuando todo lo conseguido se daba por descontado, se hicieron a la idea de que la democracia española difícilmente podría prescindir de sus encantos y talentos naturales. Y así fue, como, entre todos ellos, nos llevaron al momento adolescente de la democracia española, que culmina con el último capítulo de la saga, la protagonizada por Santiago Abascal. Cuando la genialidad de Albert Rivera en 2019, regalando parte de los gobiernos autonómicos al PP como medio de hacerse con la hegemonía del centroderecha parecía difícil de superar, hete aquí que Santiago Abascal nos sorprende con una fórmula más expeditiva si cabe: dejárselos en su totalidad. Es difícil de creer, pero el PP esta vez no ha tenido que renunciar a nada. La toma de control de esos mismos gobiernos le ha salido gratis total.
Así las cosas, la pregunta es inevitable: ¿y si hubiera elecciones qué pasaría? Aunque es pronto todavía para saberlo, vamos a adelantar una estimación con ayuda del estudio postelectoral del CIS del pasado junio, que nos informa de la intención de voto en elecciones generales una vez que ya eran conocidos los resultados de las elecciones europeas. En principio, hay que tener en cuenta que el bipartidismo sale reforzado en elecciones generales como consecuencia del voto útil, lo que beneficia sobre todo al PP, por cuanto recibiría un 13% de los votos de Vox y un 7% de los votos de Alvise. Es verdad que el PSOE recibiría a su vez un 18% de los votos de Sumar y Podemos, pero, así como estos últimos representan apenas 250 mil votos, los primeros representarían más de 300 mil. Por otra parte, el PP movilizaría más votos de la abstención (18%) que el PSOE (12%), con lo que la distancia entre PP y PSOE pasaría de los cuatro puntos porcentuales registrados el pasado 9-J a ocho en unas eventuales generales.
Si esto ya era así el mes pasado, no tengo que decirles cómo quedarían las cosas tras el suicidio de Abascal, que, como es bien sabido, no ha sido bien recibido por quienes desempeñaban las mayores responsabilidades de Vox en los gobiernos de coalición con el PP. Tanto más si tenemos en cuenta que esta persistencia en el error viene precedida de otra decisión no menos autodestructiva, como es la de abandonar el barco de Meloni, una de las pocas jefas de gobierno que no han salido malparadas de las pasadas elecciones europeas, para embarcarse en la nave de los locos que pilota el inefable Viktor Orban. Pero ya se sabe que las desgracias nunca vienen solas.