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"Nunca consideraré como libre a quien vive vive en el temor..." Horacio 

El amor, una inundación

El amor, una inundación


En una escena de Serpico, de Sidney Lumet, Paco, un inconmensurable Al Pacino, y Leslie, una desabrida Cornelia Sharpe, se dan un baño de espuma en el loft neoyorquino sin aspiraciones que ambos comparten. Finales de la década de los 70. Jóvenes, independientes, a los sueños todavía no les ha caído ni un pétalo, la rosa está íntegra (como aquella que flotaba en la hornacina de cristal de la Bella y la bestia cuando el embrujo era fuerte y la posibilidad de redimirse latía viva), apenas llevan un par de años saliendo. Fiestas, asombro, inconsciencia. El amor, una inundación. La bañera, el lugar de encuentro. 

 

En un momento dado, ella con un hilo de voz le dice:

 

 -Quiero que sepas que en dos meses me voy a casar con John. (Silencio). Salvo que tú me lo pidas. (Silencio). Si lo haces, me casaré contigo.

 

Él la mira. El plano se acorta. La cara de Al Pacino está empapada. Gotea el presente en la barba con la que provoca a diario a todo el cuerpo de policía con el que trabaja. Ni un gesto de ira o asombro. Respira el instante. Unos ojos preciosos y negros ocupan la pantalla. Intuyo que piensa: Te quiero. No te poseo. Tus necesidades son igual de legítimas que las mías. Pero no puedo atenderlas. Te irás.  Serás feliz o desgraciada. No lo veré. No lo sabré. 

 

Esto es lo que yo intuyo mientras la cámara sostiene y filma con deliciosa ternura a un joven que ama y pierde. Justo el  segundo cruento pero exquisito en que uno está presente, en cuerpo, pero también en alma, ante el giro de llave que abre el futuro inmediato de una vida, que puede ser la tuya o pudo ser la mía. Tanto es así que paro la escena. Miro las grúas al otro lado de mi ventana. Gaviotas que vuelan, el sol que inyecta tras las montañas de naranja y rosa la costa. Mis arrugas. Mi soledad. Le doy al play. La película prosigue. Yo estoy en otro lugar, no con Cornelia, no con Al, sino en aquella tarde, en aquella mañana, o quizá en aquella noche en que algo pasó, algo se dijo y yo,  inconsciente, nunca presente, no pude respirarlo, no pude verlo, tampoco oírlo, por el contrario esbozando una  risa nerviosa, bajo una mirada de falso orgullo proferí un improperio, y continué, como si nada, hacia un mañana incierto dándole la espalda a los pétalos, que como lágrimas en el viento, fueron cayendo, matando de a pocos el embrujo y dejando sin apenas aire a un amor que ya no redime a nada ni a nadie de tan muerto.


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