Hace 31 años, cuando cumplí 18, organicé una cena con todos los amigos que acompañaban mi vida entonces. Es la única celebración de un cumpleaños mío que recuerdo con nitidez.
Mi madre me compró un vestido de gasa negra con asas estilo can-can y unos zapatos de plataforma que me parecían absolutamente divinos. Fui a la peluquería y me arreglé para festejar lo que yo sentía como mi presentación a la vida adulta. Mi aparición al otro lado del telón. Mi boda con la mayoría de edad.
El grado de excitación se movía entre el candor y el delirio y las expectativas sobre el festejo estaban a la altura de la entrada de una multinacional en el Nasdaq.
De todo lo que me regalaron en aquel bodegón decadente y ruidoso recuerdo unas zapatillas All Star verdes maravillosas.
Representaban la modernidad, lo cool, la juventud, caminar con despreocupación, desmelenarse, ponerse vaqueros, saltar con la música a tope, besarse con chicos, divagar sobre un futuro tan inmensamente infinito como infinita es la estela de estrellas que configura la vía láctea.
Esa velada grité muy fuerte, me reí de manera escandalosa, abracé con violencia a mis amigos, bebí por encima de mis posibilidades, y me precipité al exceso hasta quedar exhausta porque la vida era un celofán transparente que me envolvía y protegía de todo lo que todavía estaba por llegar.
Hoy cumplo 49
Llevo puesto un vestido negro que me llega hasta los tobillos, unas gafas de presbicia sin la que no puedo ni remotamente distinguir un párrafo a diez centímetros de distancia, las canas de mi pelo son el reclamo ante el espejo cada mañana, estoy sentada frente al ordenador de una oficina donde paso la gran parte de mi vida despierta.
Hace mucho que soy mayor
Pero a poco que entorne los ojos y apriete la tecla del recuerdo, mi cuerpo vuelve a sentir aquel delirio, aquel candor, aquella sensación de todo por hacer, de todo por decir, de recorrer el camino del futuro con unas All Star verdes que como celofán envolvían mis pies y mi presente un 19 de junio de 1993.