La democracia, tal como la concebimos hoy, es una conquista histórica de la humanidad. Esta ha ensayado todo tipo de regímenes, desde monarquías, imperios y teocracias, a dictaduras, oligocracias y plutocracias. Ninguno ha sido estable en el tiempo, porque todos ellos se sustentaban en la dominación de una minoría sobre la mayoría, la cual siempre terminaba rebelándose. Siendo más precisos, podríamos decir entonces que la democracia actual —en la que cada persona cuenta como un voto— es una conquista histórica de las clases populares sobre las élites y representa el único régimen estable conocido.
El momento más evidente en que la democracia quedó asentada en el mundo fue, tal vez, su generalización a toda Europa Occidental tras la derrota del nazismo alemán y el fascismo italiano en la II Guerra Mundial. A su vez, la consolidación de la dictadura comunista soviética y la consiguiente amenaza latente de que los poderosos partidos comunistas occidentales pudieran seguir el camino de la revolución hicieron que estas democracias nacieran con una fuerte vocación social: el capital renunciaba a una parte de sus ganancias en favor de las clases populares —financiando con impuestos un estado del bienestar protector— y estas renunciaban a la revolución. A partir de esos años, la democracia fue propagándose a nuevos países de forma ininterrumpida.
Este pacto implícito por el que las élites aceptaban intercambiar una parte de su riqueza por una estabilidad que les permitiera seguir enriqueciéndose, parece estar rompiéndose en las últimas décadas. Seguramente no es ajeno a ello la desaparición de la amenaza comunista, con la caída del “telón de acero” en 1989 y la reconversión de la mayoría de los países de la órbita soviética a un capitalismo democrático semejante al del resto de Europa. Tampoco es ajena la evolución del capitalismo hacia unas pocas grandes corporaciones transnacionales con más riqueza acumulada que el PIB de muchos países desarrollados. Este nuevo capitalismo es una gran fábrica de extrema desigualdad. Según un informe de Credit Suisse, en 2023 el 1,1% de la población mundial —los que poseen más de un millón de dólares— acumulaba el 45,8% de la riqueza total.
En los tiempos actuales, al capitalismo global le estorban las democracias para continuar su carrera de acumulación y está ideando formas nuevas para desembarazarse de ellas o, al menos, para hacerlas ineficaces. No de otro modo debe entenderse el auge global de las extremas derechas. Esta estrategia se ha cobrado ya una pieza importante en el corazón del capitalismo mundial, los Estados Unidos: el conservador Partido Republicano ha sido fagocitado por el extremismo gracias a la labor de Donald Trump, un paradigma del nuevo capitalismo desacomplejado: super-millonario y super-faltón; que no reconoce ningún límite a su poder; que, no solo no acepta el veredicto de las urnas, sino que arremete contra los jueces, la prensa, el parlamento y cualquier institución de la democracia que intente frenarle.
El extremismo se ha cobrado también algunas piezas en la Unión Europea: Hungría, Italia y está a punto de sucumbir Francia. En todos los demás países, la extrema derecha va avanzando posiciones poco a poco. Han intentado el asalto al propio Parlamento Europeo en la elección del domingo pasado, afortunadamente con un éxito todavía insuficiente. Pero, no cabe duda de que lo seguirán intentado.
Este largo preámbulo pretende situar la batalla por la regeneración democrática en su contexto global. Si no se tiene un diagnóstico certero de la situación, resulta imposible ponerle remedio. No se trata, pues, de convencer con buenas razones a algunos políticos o partidos “descarriados” que se han desviado del camino correcto. Los discursos y la política agresiva de la extrema derecha, y su imitación parcial por parte de la derecha tradicional, no son atribuibles a este o aquel líder díscolo. Son la forma que hoy adoptan los intereses del gran capital en todos los países. No les interesa ya una democracia social que combata la desigualdad y financie las políticas públicas por medio de unos impuestos, en su opinión, siempre elevados. Ni normas medioambientales que recorten sus ganancias. Ni cortapisas a la difusión de bulos en las redes globales. Quieren democracias débiles que mantengan las formas pero que no tengan capacidad de control.
Por eso, las derechas han renunciado al debate de ideas y ya no intentan convencer a los electores de la bondad de sus planteamientos, ni quieren confrontarlos con los de las izquierdas. Ahora, simplemente, descalifican a estas, las acusan de traición a la patria, atacan personalmente a sus líderes, investigan y denuncian a sus familias y utilizan todas las instituciones que controlan para obstaculizar sus políticas. También, como vimos en el aquelarre del 19 de mayo en Madrid, cada vez están más organizadas internacionalmente y se comunican unas a otras las estrategias de éxito.
Por todo ello, promover la regeneración democrática en España debe concebirse como parte de una lucha global que las mayorías necesitan llevar a cabo para no ser aplastadas por las élites egoístas. Para que no triunfe la ley del más fuerte, el resto debemos protegernos y fortalecer, en interés propio, las instituciones democráticas. Se trata de sobrevivir, de no perder los derechos tan trabajosamente conquistados.
La desinformación masiva a través de los medios afines, los bulos y exageraciones en el debate público, los ataques personales, el bloqueo de las instituciones que deben velar por la limpieza de la justicia, la deslegitimación de las que no controlan —en el caso español, el Congreso, el Tribunal Constitucional, la Fiscalía, el CIS, y hasta la Guardia Civil, cuando sus informes no avalan sus tesis—, todo ello forma parte de la misma estrategia de intoxicación, cuya intención última es desalojar del poder al adversario por métodos diferentes al de las urnas.
Estos métodos antidemocráticos han tenido éxito en Portugal, donde una denuncia de la fiscalía, que se desinfló un mes después, consiguió hacer dimitir al primer ministro socialista Antonio Costas y que se convocaran nuevas elecciones, elecciones que perdió la izquierda. También lo tuvo en Nueva Zelanda, donde la laborista Jacinta Arden acabó dimitiendo ante la insoportable intromisión de la oposición en su vida privada. Casos muy similares se produjeron también en Finlandia y en Noruega. A la luz de estos ejemplos, el acoso a la esposa de Pedro Sánchez debe entenderse como un episodio más de la misma estrategia.
Afortunadamente, las sociedades actuales son más cultas y están mejor informadas que las de los años 30 del siglo pasado, en los que las extremas derechas consiguieron llegar al poder mediante el voto popular, gracias a la extrema polarización y a la profunda crisis económica de ese periodo.
Disponemos de suficientes ciudadanos demócratas convencidos y de algunos instrumentos legales —además del voto— para combatir estas estrategias desestabilizadoras de las nuevas derechas del siglo XXI. En un artículo posterior, me ocuparé de analizar algunas medidas concretas que se podrían implementar en nuestro país para organizar la defensa contra estos inaceptables envites.