A estas alturas del siglo XXI, es bien visible que la democracia se encuentra en retroceso en el mundo. Tenemos numerosos ejemplos fuera de la Unión Europea, tales como la Venezuela de Maduro, la Argentina de Milei, El Salvador de Bukele o la Turquía de Erdogán. La presidencia de Trump entre 2016 y 2020 aceleró este proceso y envalentonó a los autócratas de todo el planeta. Su posible reelección el próximo noviembre, no solo pondría en grave riesgo la democracia estadounidense sino también la de todo el mundo civilizado.
Las próximas elecciones europeas auguran un aumento considerable de las fuerzas de extrema derecha, cuyo objetivo declarado es desmantelar sus instituciones, pues han aprendido que hoy las democracias se destruyen mejor desde dentro, utilizando sus propios procedimientos para acceder al poder. ¿Puede hacerse algo para conjurar estos peligros?
Una de las posibles claves es el comportamiento de los partidos conservadores tradicionales. Hasta hace poco, al menos en Europa, su actitud era la de evitar pactos con la ultraderecha para imposibilitar que esta accediera a posiciones de gobierno y pudiera desplegar desde allí sus políticas regresivas. Sin embargo, el creciente auge electoral ultra está agrietando esta posición. Al competir por unos electorados con una amplia intersección común, a la derecha tradicional le resulta cada vez más difícil conseguir los apoyos necesarios para formar gobierno y la tentación de completar sus apoyos con los representantes extremistas es cada vez más fuerte. Como ejemplo, tenemos el giro de la candidata conservadora europea von der Leyen, abierta ahora a pactar en el parlamento con el partido neofascista de Giorgia Meloni.
La misma competencia entre ellos está logrando cambiar el discurso de los conservadores tradicionales, haciéndoles adoptar una parte del discurso extremista. El resultado final es el escoramiento de los partidos conservadores hacia el populismo. El caso más evidente es la transformación del Partido Republicano estadounidense en un partido extremista, muy lejos del partido conservador y democrático que fue.
En España estamos experimentando algunos capítulos de estos procesos involucionistas. El Partido Popular —cuya historia y fundación es muy diferente a la de otros partidos conservadores europeos— decidió hace ya algunos años que solo podía completar gobiernos contando con los apoyos del partido ultraderechista Vox y le ha abierto sin reparos las puertas de hasta seis gobiernos autonómicos y decenas de ayuntamientos. También ha escorado su discurso hacia posiciones crecientemente populistas y utiliza, en muchos casos, argumentos indistinguibles de los de Vox para descalificar al gobierno de coalición PSOE-Sumar. Todo ello le ha imposibilitado el diálogo con otras fuerzas del parlamento —esencialmente, los partidos nacionalistas periféricos— y se encuentra en un aislamiento y radicalización crecientes.
La respuesta de la izquierda ante esta polarización de la derecha ha sido, hasta ahora, profundizar en la misma dirección. Los discursos descalificadores del PP y Vox son respondidos con discursos no menos descalificadores del PSOE y Sumar. La izquierda no pierde ocasión de afear al PP sus pactos con Vox y de tratar a ambos como indistinguibles. En ocasiones, ridiculiza en el parlamento a su líder. En mi opinión, esta estrategia de arrinconar al PP y situarlo en el mismo lugar que Vox no hace sino aumentar su radicalización. Dado que el PP no puede progresar de otro modo, lo hace radicalizando su discurso y subiendo la apuesta hacia posiciones aun más extremistas. El resultado es una toxicidad creciente del ambiente político.
El arrinconamiento del PP puede darle a la izquierda algunos réditos electorales a corto plazo, pero es corrosivo para la misma democracia y la acerca al abismo. Los autores del libro “Cómo mueren las democracias” (Ariel, 2018) proporcionan evidencias de cómo la intolerancia mutua extrema y el uso espurio de las instituciones hacen sucumbir a las democracias. Y aquí estamos ya en en eso: la izquierda y la derecha políticas no se soportan, se consideran mutuamente enemigas de la nación y utilizan las instituciones —sobre todo la derecha— para torpedearse entre sí.
Para revertir este peligroso proceso son necesarias dos cosas. Una, que es responsabilidad de los conservadores, es volver a situarse en los parámetros democráticos, admitir la legitimidad de sus adversarios y centrarse en construir una alternativa electoral y de gobierno. Deberían poner fin a fiar su crecimiento electoral a la demonización de sus adversarios.
La otra, responsabilidad de la izquierda, es establecer puentes de diálogo con el partido conservador y ayudarle en ese proceso. Las élites de los dos partidos principales —PSOE y PP— deberían hablar entre sí. Los temas de estado deberían ser informados y debatidos entre estos dos partidos antes de hacerse públicos. Es una humillación para el PP enterarse por la prensa de, por ejemplo, las decisiones del gobierno en política exterior. Por muy impresentable que sea a veces el comportamiento de su líder, esto no desvirtúa que represente a un 33% de los españoles y que, en consecuencia, tenga derecho a ser informado. La oposición al PP puede ser firme sin que por ello haya que vulnerar los usos y costumbres democráticas, entre ellos, el respeto a sus líderes.
Las instituciones y las leyes no son suficientes para preservar la democracia, pues ambas se pueden usar torticeramente. Son más importantes los procedimientos no escritos, siendo los más relevantes la tolerancia mutua y la contención institucional, es decir, el renunciar a ciertos usos de las instituciones que —aun siendo legales— obstruyen el normal funcionamiento de las mismas.
Un reciente documento de la fundación conservadora FAES —del 27/05/24, firmado como Grupo de Análisis— se expresa en unos términos esperanzadores. Concebido para competir electoralmente con Vox en las elecciones europeas, contrapone los valores conservadores a los planteamientos de este partido, al que califica de populista. Critica los referentes de Vox en el mundo —Trump, Le Pen, Salvini, Orbán— lo que, en consecuencia, hace suponer que no son los del PP. Define el conservadurismo como un “difícil equilibrio entre los valores morales tradicionales, las soluciones de mercado y la fortaleza militar, dentro del constitucionalismo”. Dice que el populismo, en cambio, da voz a “los alienados”, es decir, a los que desconfían del orden social, el cual ven “incomprensible o fraudulento y les invita a la apatía, cuando no a la hostilidad”.
Afirman que, a diferencia del trumpismo, los conservadores valoran las instituciones. Escriben: “los conservadores auténticos se sienten llamados a hacer posible un renacimiento, no a desencadenar una revolución. Son partidarios de conservar lo bueno y no de liquidar todo lo heredado”, “los guardarraíles constitucionales importan más que cualquier preferencia política, porque dan forma perdurable a nuestros hábitos y a nuestra vida cívica”.
Un discurso impecable si no fuera porque contradice la práctica del PP de los últimos seis años, que son precisamente los que lleva gobernando la izquierda. Aún así, el documento hace concebir la esperanza de que es posible un partido conservador tradicional que respete las instituciones y los usos democráticos. Según mi visión, la sociedad española se divide, a partes aproximadamente iguales, entre el pensamiento conservador y el de izquierdas. Ningún partido que gobierne debería, en consecuencia, ignorar a la otra mitad del país. Por otro lado, es seguro que hay una intersección muy amplia entre las aspiraciones políticas de ambas partes del espectro.
Con matices, ambos deberían admitir —nuestra propia Constitución obliga a algunos de ellos— la necesidad de un estado del bienestar suficiente en el que el derecho a la salud, a la educación y a la pensión no dependa del poder adquisitivo del ciudadano. También, la igualdad entre hombres y mujeres, la protección de los colectivos LGTBI, y la necesidad de una transición energética ordenada para que España contribuya al combate contra el cambio climático.
A partir de aquí, habrá divergencias en otros aspectos como el impositivo, en ciertos valores morales y, tal vez, en las políticas migratorias, pero ello no descalifica a ninguno de los dos bandos para gobernar. Los planteamientos de la extrema derecha son, por el contrario, muy diferentes porque atentan contra la mayoría de los valores que integran el consenso democrático.
Si queremos que la democracia perviva, ambas partes del espectro político están obligadas a entenderse. La experiencia histórica nos dice que esa colaboración suele suceder cuando los líderes se han asomado al abismo, cuando perciben que, de persistir en la polarización, es la propia democracia la que está en riesgo. Así sucedió en nuestra Transición y en la colaboración entre la CDU y el SPD alemanes tras la Segunda Guerra Mundial. También, en el entendimiento entre los socialistas y democristianos chilenos para destituir al dictador Pinochet en 1988. No haría falta llegar a estas situaciones extremas para entenderse.
“Patriotismo significa sacrificio, subordinación de los intereses propios al interés general”, dice el documento de la FAES. El PSOE y Sumar deberían tomarle la palabra al PP y, una vez pasadas las elecciones europeas, conminarles a realizar una política leal con las instituciones y con el gobierno democráticamente elegido. En correspondencia, este debería establecer un diálogo leal con el PP y consultar con él los temas de estado. También, la izquierda y la derecha deberían pactar cómo impedir el acceso de Vox a los gobiernos, aunque en ocasiones eso obligue a ciertas renuncias.