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Cómo mueren las democracias

Cómo mueren las democracias

Lamento haber leído con seis años de retraso el libro de Steven Levitsky y Daniel Ziblatt que lleva ese título, pese a haberlo visto citado en numerosas ocasiones. No obstante el retraso, creo que sus reflexiones siguen vigentes en la actualidad y ayudan a entender algunos comportamientos de nuestro particular laberinto español.


El libro está escrito dos años después de que Donald Trump accediera a la presidencia de Estados Unidos y se esfuerza en explicar cómo y por qué los controles y contrapesos de la democracia de ese país no fueron capaces de impedir a tiempo su designación. Sus autores son dos profesores de la Universidad de Harvard especializados en estudios sobre democracia y autoritarismo en Europa y Latinoamérica.

 

Empiezan advirtiendo de que, en la época actual, las democracias no suelen morir por golpes de estado militares, como fueron los casos de los coroneles en Grecia (1967), de Pinochet en Chile (1973) o de Videla en Argentina (1976). Ahora los golpes se hacen desde dentro, con la subida al poder por métodos democráticos, de un líder o un partido autoritario. Tales fueron los casos de  Hugo Chávez en Venezuela en 2003 y de Viktor Orbán en Hungría en 2010.

 

Los partidos tradicionales son, con frecuencia, coadyuvantes de esta subida. Por ejemplo, Von Papen, dirigente del Partido de Centro Católico, convenció al presidente Hindenburg de que nombrara canciller a Adolf Hitler, aunque este solo había alcanzado el 33% de los votos en las elecciones de la República de Weimar de noviembre de 1932. También, el expresidente venezolano Rafael Caldera, del Partido Socialcristiano de centroderecha, favoreció la llegada de Hugo Chávez al poder, a pesar de que este ya había protagonizado un golpe de estado fallido en 1992.

 

Muchas veces, no se identifica a un líder autoritario hasta que este alcanza el poder. Los autores proponen cuatro indicios para sospechar de líderes o partidos antes de que sea demasiado tarde: (1) estos rechazan, de palabra o de hecho, las reglas del juego democrático; (2) niegan la legitimidad de sus oponentes; (3) toleran, no condenan o alientan la violencia; y (4) expresan la voluntad de restringir las libertades civiles de sus opositores si llegaran al poder.

 

¿Cómo impedir que un partido o líder autoritarios lleguen al poder? Levitsky y Ziblatt entienden que la responsabilidad recae en los partidos democráticos, a los que llaman “los guardianes de la democracia”. Estiman que estos deben eliminar a las personas extremistas que puedan poblar sus filas, aislar a los partidos extremistas en lugar de legitimarlos y forjar un frente común con sus -en otros momentos- adversarios democráticos para impedir que esos partidos lleguen al poder.

 

Entrando ya en nuestro laberinto nacional, si analizamos un partido como Vox, vemos que cumple todos los indicios enumerados más arriba de lo que es un partido autoritario. Un partido que, si obtuviera el poder, degradaría rápidamente nuestro sistema democrático y lo convertiría en algo parecido a la Hungría de Viktor Orbán o a la Polonia del recientemente derrotado Mateusz Morawiecki. No admiten el resultado electoral, llaman ilegítimo y okupa un día sí y otro también al Presidente del Gobierno, del cual han sugerido que debería ser colgado por los pies y sacado a patadas de la Moncloa, y han pedido repetidas veces la ilegalización de los partidos nacionalistas de Cataluña y el País Vasco.

 

El Partido Popular comparte algunos de estos indicios y, además, tiene todas las papeletas para ser el partido coadyuvante de Vox. Para empezar, lleva cinco años incumpliendo la Constitución con su bloqueo interesado a la renovación del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), niega la legitimidad del gobierno salido del Parlamento y tiene en sus filas a dirigentes como Díaz Ayuso o Álvarez de Toledo, que no se diferencian en nada de los políticos de la ultraderecha. Pero, lo más grave en mi opinión, es que ha abierto a Vox la puerta de las instituciones de gobierno y le permite tomar desde ellas decisiones antidemocráticas, como han sido la censura de actos culturales o la eliminación de las leyes de memoria en las comunidades que cogobiernan. A diferencia de lo que hacen otros partidos conservadores europeos, ha blanqueado y legitimado a un partido autoritario peligroso para nuestra democracia.

 

Lejos de ser un “guardián de la democracia”, se está comportando como un Von Papen del siglo XXI. Debería recordar que, cuando Von Papen se arrepintió de lo que había hecho, ya era demasiado tarde y Alemania había perdido su democracia a manos del nazismo. El propio Papen fue encarcelado y salvó su vida de milagro.

 

Pudiera ser que todo lo anterior -excepto su negativa a cumplir la constitución y su cogobernanza con Vox- fuera impostado, producto de una estrategia populista premeditada con el fin de deponer a su adversario y, a la vez, disputarle el espacio electoral a Vox. En ese caso, el PP estaría jugando con juego. En primer lugar, porque lo hace a costa de degradar la democracia pero, también, porque su mímesis con la extrema derecha podría devenir en endémica.

 

Merece una mención especial el capítulo del libro sobre lo que llama “los guardarrailes” de la democracia. Incluso las constituciones mejor elaboradas presentan defectos, lagunas y ambigüedades. No pueden prever todas las situaciones. Permiten comportamientos que, aun siendo legales, son nocivos o tóxicos para la democracia. Los guardarrailes serían el conjunto de normas no escritas que casi todos los partidos respetan y permiten que el sistema funcione sin sobresaltos ni bloqueos. Son códigos de conducta compartidos y vistos como razonables por la sociedad en un periodo determinado. 

 

El más importante guardarrail es reconocer como legítimos a los oponentes. El Partido Republicano de EE.UU. hace ya muchos años que tilda de “malos americanos” a los demócratas y les acusa de no amar a su país. ¿No les suena muy similar a la repetida acusación de “romper España” que reciben los socialistas por parte del PP? Si uno tilda a su oponente de antipatriota o de enemigo de su país, a partir de ahí se puede justificar cualquier acto legal o ilegal que bloquee sus iniciativas.

 

La idea central para que funcione una democracia es considerar que los oponentes aman a su país y son tan patriotas como uno mismo, solo que piensan distinto o representan intereses de capas distintas de la población. Aunque creamos que sus ideas son ilusas o erróneas, no se les puede tratar como traidores o subversivos. Cuando la tolerancia mutua zozobra, es difícil sostener la democracia. Tenemos el más triste ejemplo de intolerancia mutua en la ejercida por la CEDA y el Frente Popular en nuestra Segunda República que, como sabemos, acabó en una terrible guerra civil.

 

La tolerancia implica también contención institucional. A veces es necesario refrenarse de ejercer un derecho legal porque va en contra el espíritu de la Constitución o aumenta la toxicidad del ambiente político. Como ejemplo de esto, hasta 1940 no se incorporó a la constitución estadounidense la limitación de dos mandatos presidenciales. Sin embargo, todos respetaron esa norma no escrita y, cuando algunos presidentes intentaron infringirla, hubo una reacción en ambos partidos para impedirlo.

 

Nuestro ambiente político actual es tóxico, la intolerancia mutua ha alcanzado límites insospechados y se usan las instituciones —tenemos ejemplos cercanos en el uso espurio del CGPJ y del Senado, ambos en manos del PP— para neutralizar al oponente. Son ya muchas las voces que advierten de que no podemos seguir así. Tampoco pueden en Estados Unidos, que presenta un ambiente igualmente tóxico y se encamina a la posible reelección de un personaje tan demostradamente peligroso como Donald Trump.

 

Malos tiempos, ante los que es necesario reaccionar. Por fortuna, tenemos en España una sociedad cívica mucho más tolerante y democrática de lo que exhibe buena parte de nuestra clase política. Se trataría entonces de imponernos.


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