Este domingo 12 de mayo, Cataluña vota su parlamento autonómico por decimocuarta vez desde el inicio de la democracia. Aunque es un tópico afirmar, ante cada convocatoria a las urnas, que se trata de una elección muy importante y que se juegan en ella asuntos decisivos para el futuro, en este caso se dan unas circunstancias diferentes a las que han imperado en los últimos doce años. Se dirimen tres cosas distintas: quién será la fuerza más votada, si sumará o no el independentismo y, en caso negativo, si los vetos cruzados permitirán o no un gobierno de la izquierda.
La primera cuestión parece ya dirimida, si atendemos a todas las encuestas publicadas: el partido socialista sería la fuerza más votada, con un apoyo en torno al 30% de los votos. La segunda está todavía por decidir, si bien las encuestas han ido dando un apoyo decreciente en los últimos días a los partidos independentistas Junts, ERC y CUP. Su suma de sus votos estaría en torno al 45% y sus diputados sumarían 66, dos menos de la mayoría absoluta.
De confirmarse, éste sería un hecho insólito, porque los partidos de ese bloque —sustituyendo a Junts por CIU en las convocatorias previas a 2015— han sumado siempre cerca del 50% de los votos, e incluso lo han superado en un par de ocasiones. De hecho, estos partidos —nacionalistas hasta 2012 e independentistas después— han gobernado Cataluña en 11 de las 13 legislaturas precedentes. Las dos que faltan son las de 2003 y 2006, en las que —debido al desplome de CIU— gobernaron dos tripartitos de izquierdas con presidentes socialistas.
La tercera cuestión es la más peliaguda: si los independentistas no sumaran y, en cambio, sí lo hicieran las fuerzas de izquierda —PSC, ERC y Comuns—, ¿investiría ERC a un presidente socialista? Con toda probabilidad, la respuesta necesitará varias semanas de reflexión por parte de ese partido, porque ambas opciones —votar sí, o bloquear la legislatura— tendría consecuencias indeseables para él.
Investir a un presidente socialista contradiría todo su discurso de los últimos años, incluida la propia campaña electoral de estos días, porque siempre han reivindicado las cuestiones identitarias por delante de las de gestión y han reclamado repetidamente un referéndum de autodeterminación. Un gobierno presidido por Salvador Illa transitaría por derroteros diametralmente opuestos a estos. Por otro lado, bloquear la legislatura y abocarla a una repetición electoral, les enfrentaría con el electorado y, en unas elecciones repetidas por su causa, muy probablemente disminuiría su ya menguante apoyo actual.
En cualquier caso, lo que ya se puede afirmar es que el independentismo ha sido reconducido a parámetros aceptables en comparación con sus actitudes anticonstitucionales pasadas. Es muy significativo que, durante la campaña, no hayan hecho apenas alusiones a la ley de amnistía y que sus reclamaciones de un referéndum de autodeterminación hayan sido más bien retóricas. Tan solo Junts ha intentado mantener viva la “llama” del procés y ello más bien porque su giro hacia acordar pactos con el Gobierno se ha producido muy a última hora. Es decir, todos ellos han mantenido un difícil equilibrio entre aparentar que no renunciaban a sus sueños pasados y, a la vez, mostrar su interés por los numerosos problemas de gestión que afectan a los ciudadanos. En los pocos debates públicos que han mantenido entre ellos, se ha hablado sobre todo de sanidad, educación, sequía, trenes, aeropuertos, energías renovables y demás problemas que preocupan a la sociedad catalana. Esto supone un alivio de las tensiones y reconduce la política en Cataluña a una normalidad de la que nunca debió salir.
Por muchas insidias y exabruptos que emitan el PP y Vox sobre los pactos con los partidos secesionistas —“traición”, “se rompe España”, “vergüenza”, “humillación”, etc—, se demuestra que la política útil para reconducir un conflicto tan agudo como el de la Cataluña de 2017 no es la de esgrimir el código penal, la policía y los jueces como única opción. Los indultos, la amnistía, las mesas de diálogo y el apoyo a la gobernabilidad de Cataluña por parte del PSC han conseguido hacer ver a muchos ciudadanos catalanes que la vía emprendida entonces fue una vía sin salida. Porque el problema, como no es ocioso repetir, no es que existan partidos secesionistas —como no lo es que exista Vox, o dirigentes tan estrafalarios y extremistas como Díaz Ayuso, Trump o Milei—, el problema es que estos líderes consigan apoyos masivos entre la población. Es decir, que sus exabruptos, sus falacias y su victimismo consigan engañar a tanta gente. Por eso, la política más inteligente es quitar argumentos a su base electoral. En el caso de Cataluña, sacar el conflicto de la vía judicial y reconducirlo a la vía política ha arrebatado a estos partidos su juguete preferido: el de presentarse como victimas de “un estado represor”.
Las políticas de mano dura contra los secesionistas esgrimidas en Madrid por la derecha y la ultraderecha, además de erróneas, tienen también su correlato en el escaso apoyo de estos partidos en Cataluña, donde son irrelevantes para cualquier opción de gobierno: las encuestas dan al PP un 9% y a Vox un 8%. ¿Cómo esperan gobernar España cuando en dos de las comunidades más ricas, Cataluña y el País Vasco —donde el PP obtuvo un 9% en las recientes elecciones y Vox un 2%—, son fuerzas marginales repudiadas por más del 80% de la población?
Ojalá los resultados del domingo 12 conduzcan a pasar página de estos más de diez años de conflicto que han convulsionado a las sociedades catalana y española hasta límites extremos y podamos entrar en una fase, tal vez menos épica, tal vez más aburrida, pero más provechosa para el progreso y el entendimiento entre los diferentes pueblos de España. En democracia, el aburrimiento es un tesoro a preservar y, la épica, un veneno corrosivo a evitar.