En este nuevo párrafo de la historia de España, después del punto y aparte, debemos decirnos la verdad, cada cual la suya, eso sí, pero por favor, decir lo que realmente pensamos. Tampoco hace falta que sea lo que luego vamos a hacer.
Puede que cuando "el archienemigo" de Pedro Sánchez pronunció aquello de que “la democracia es aburrida”, el actual presidente fuera un joven adolescente, granuliento, excedido y poco dado a la reflexión, más preocupado por ser figura del baloncesto y ligar, pues a todos los jóvenes de esa edad lo que más les apetece es ligar. Cualquier otra cosa es no hacer honor a la verdad, con lo cual dudo que en la estantería de su memoria esté aquella rotunda afirmación. Creo que pocos entendieron eso de que la democracia es aburrida; con el tiempo, yo he llegado a pensar que lo que quiso decir es algo más imperativo: “la democracia debe ser aburrida”.
Eso resta toda épica a la democracia vivida. Hay muchos que no la tenemos, los que no corrimos delante de los grises, ni tiramos piedras contra ellos, ni tuvimos miedo a que la policía llamara a nuestra puerta. Lo más arriesgado y entretenido era que, de vez en cuando, entraban como si fueran los vándalos en oleadas violentas y sucesivas los grupos de extrema derecha llamados Guerrilleros de Cristo Rey; ahora creo que Cristo Rey es un colegio. A decir verdad, cuando salí de la Universidad, hacía tiempo que ya no iban por allí.
Tal vez la democracia en España empezó a ser aburrida a partir de la victoria socialista de 1982. No es que fuera aburrida desde ese momento; lo que pasó es que empezó a normalizarse, a ser cotidiana. El hecho esencial es que se comprobó que en España podía haber, como en otras democracias, alternancia en el gobierno. Como decía el otro día, el largo mandato socialista (13 años) puso nerviosa, vamos a decirlo de forma suave, a la alternativa de gobierno (PP). Cuando esta gobernó y los socialistas hicieron una ordenada y democrática salida de las instituciones, como tocaba en un correcto entendimiento del sistema, la derecha respiró exultante. No sé si los conservadores españoles han llegado a entender del todo que ese es el mecanismo institucional.
Espero que no le dé a nadie un disgusto, pero una democracia tiene entre sus virtudes la de ser aburrida, cuanto más mejor. En este tiempo hemos podido comprobar que no lo es tanto, que siempre hay “cosas” que nos hacen que no lo sea. Sin duda, en primer lugar, el terrorismo, ya sea el etarra o el yihadista; las crisis económicas, con la lucha contra el paro en primer lugar; un medio ambiente que en estos años de democracia, desde la Cumbre de Río, que puso el grito en el cielo, hasta ahora, no ha hecho sino crecer la conciencia del problema pero no los resultados, y para nada es “aburrido”, es la lucha contra la violencia machista que no se consigue erradicar.
Ahora bien, hecho este excurso de divertimentos democráticos sobre lo que importa a los ciudadanos, me gustaría poner el foco en la política que parece importarles preferentemente más a los políticos, aquella que tiene que ver con las elecciones permanentes: elaboración de listas, estrategias de campañas, jingles, eslóganes, ideas fuerza, argumentarios… y en especial el dominio del relato. Esto último parece ser el objetivo primordial y ya normalizado en la vida política, en la que todos somos partícipes.
La democracia aburrida ha mutado a la democracia sentimental(1). En un pasado donde la estabilidad predominaba (lo que hemos llamado democracia aburrida) y las estructuras de poder y la autoridad eran aceptadas, no cuestionadas en todo momento, y dejando un amplio margen a la crítica política, las preocupaciones sobre el efecto electoral no es que no fueran relevantes, pero sí dejaban un margen para la política de las cosas y los ciudadanos.
La globalización, digitalización y la transformación de estilos de vida e inquietudes ha promovido una mayor diversidad social y otros intereses prioritarios en los diferentes grupos sociales. Los jóvenes: la vivienda y sus expectativas de futuro; los parados su puesto de trabajo y la calidad y estabilidad en el mismo; las mujeres más y mejores oportunidades laborales iguales en condiciones y salarios; los mayores mantenimientos de sus pensiones, servicios sociales y sentirse útiles socialmente; los científicos e investigadores recursos para realizar su labor y salarios dignos, etc.
Aunque inicialmente la diversidad pudo tener aspectos positivos en términos de estabilidad, pues en definitiva era al sistema político al que se le exigía su provisión y esa misma demanda se dirigía tanto a los liberal-conservadores como a los socialdemócratas, ahora parece estar dando lugar a formas de polarización que recuerdan a períodos históricos anteriores. Estos cambios se ven agravados por otros factores que también están contribuyendo a la polarización social, especialmente en el ámbito político, donde se ha hecho palpable un resurgimiento de emociones y propuestas que antes se consideraban marginales, por superadas, en el contexto de la democracia liberal.
La democracia puede parecer aburrida para algunos cuando se reduce a un simple ejercicio de votación cada cierto tiempo. Sin embargo, su verdadera esencia radica en la participación ciudadana, el debate abierto, la diversidad de opiniones y la búsqueda constante de soluciones a los problemas sociales. Cuando la democracia se vive plenamente, involucrando a la ciudadanía en la toma de decisiones y fomentando un diálogo constructivo, puede ser todo menos aburrida, sino un proceso dinámico y enriquecedor para la sociedad.
Otras cosas, nadie debe equivocarse, no son democráticas.
El concepto no es nuevo; es lo que en politología se ha denominado "capitalismo libidinal". Este concepto fue desarrollado principalmente por el filósofo francés Jean-François Lyotard en su obra "La condición posmoderna" (1979) y retomado posteriormente por Gilles Lipovetsky en sus análisis sociológicos. Ambos autores exploraron cómo el capitalismo contemporáneo no solo se basa en la producción y acumulación de bienes materiales, sino también en la explotación de deseos y emociones humanas. Tardó en llegar a la política como todo aquello que viene en libros, pero una vez llegado, es parte del nuevo entendimiento de la acción política.
Economía y consumo están profundamente entrelazados con los deseos individuales y las emociones. Es obvio que ponga ahora ejemplos. La lógica del capitalismo se ha extendido más allá de la esfera económica para abarcar todas las áreas de la vida, incluyendo la cultura, la política y las relaciones personales, y ha sido asumida igualmente por derecha e izquierda. En este escenario, sentimientos, deseos y placeres individuales son explotados y manipulados por las mismas reglas del mercado para promover su consumo como un nuevo bien o servicio que nos colma de satisfacción. Por ello, relatos y reforzamiento de identidades son la mejor vía para llevar el agua a nuestro molino. Es una forma de entender el mundo que exige una gratificación instantánea de nuestros deseos como objetivo principal de la vida y un miedo irracional a que otros nos lo puedan poner en cuestión. Es evidente comprobar cómo hoy esto es parte del juego político. Compartimos, defendemos y atacamos sentimientos.
Esto hace que la política de hoy poco tenga que ver con la de ayer, y muchos no lleguen a entenderla. Lo mejor es que, en la mayoría de los casos, pasa desapercibido para los ciudadanos de a pie y para los intermediarios como son los periodistas, algunos. Todos podemos llegar a pensar que es casual o fortuito, pero nada se deja a la improvisación, nada.
Esto puede gustarnos más o menos, como los avances tecnológicos, pero es irremediable. Lo cierto es que es lo que ocupa más tiempo del quehacer de políticos y estrategas.
El cambio a lo emocional es un rol que cada vez hemos visto asumido por más políticos, aunque no todos tienen las mismas destrezas para intercambiar sus emociones de un momento al siguiente como el capitán Ahab, el de "Moby-Dick". Breves pinceladas: nada que ver la insipidez de John Mayor o Cameron con el atrabiliario y excéntrico Boris Johnson; Trump o Biden; la recia y austera, pero contundente y emocional, Angela Merkel y la sosa evanescencia de Olaf Scholz. Aunque si hay un político sobresaliente en saber entender el valor de saber trasladar a los parroquianos emociones y sentimientos y conmoverlos con ellos, es Cristina Kirchner.
Los sistemas democráticos, en mi opinión, ya tienen por sí mismos demasiadas emociones y sentimientos como para incorporar más escenografía. Es una opción de ejercicio del liderazgo, legítima sin duda, y un producto de este nuevo tiempo, pero innecesaria también y de corto recorrido. Entre otras cosas, puede ser efectiva con aquellos ciudadanos que son poco dados a pensar en la importancia del entorno que les rodea, el ecosistema político, y hacen inmersión en él cuando toca, como en un partido de fútbol, una serie de televisión o una fiesta, empatizando enloquecidamente con su equipo o con uno de los personajes del drama, pero recuérdese que pasada la fiesta y con la resaca a cuestas, vuelve el pobre a su pobreza, vuelve el rico a su riqueza y el señor cura a sus misas.
Y además, ¿no habíamos quedado que la fiesta de la democracia solo es el día de las elecciones? y los demás días, como diría Neruda, son para la pega.
(1) Manuel Arias Maldonado: La democracia sentimental. Política y emociones en el siglo XXI, Barcelona, Página Indómita, 2016