La otra noche conocí a un hombre. Era de otro continente, del otro lado de mi océano.
Compartí con él unas cuantas horas en una formal cena de trabajo. Entre estadísticas y estudios del mercado logístico, los comensales debatían el porvenir de negocios familiares y multinacionales de siglas que nunca acaban. Él apenas hablaba. Sonreía con los ojos y se movía despacio sobre la silla que tenía frente a mí.
En algún momento dijo que le gustaba la tierra, que tenía reses y que el campo era lo que le conectaba y le hacía feliz. Había algo en la forma de mover sus manos que me hacía pensar que estaba inquieto, como si quisiera estar en otro lado, en lo alto de una loma uruguaya donde el horizonte es verde y se pierde mucho después de que los ojos dejen de ver.
La atracción es un misterio, sólo las leyes de la física la entienden y yo soy tan de letras que no puedo resolver lo encriptado que esconde que alguien o algo devore tu atención, voltee tus sentidos, lo inunde todo. Pero lo cierto es que no podría reproducir ninguna de las frases que como el humo hicieron niebla sobre esa mesa, pero podría pintar a ciegas cada línea del cuerpo de ese hombre que olía a limón y vainilla.
Cuando nos despedimos en la puerta colocó las manos en mi espalda, casi imperceptible y me susurró, eres bellísima. Apenas pude oírlo ya se había girado. Lo vi alejarse y me sorprendí absorta en una especia de tristeza, mientras el horizonte de aquella camisa de rayas listadas se hacía cada vez más imperceptible, como se pierde el verde del mar de plata sobre una loma uruguaya.