Pero la amnistía, contra lo que pudiera parecer por el provecho que unos y otros quieren hacer de ella, no tiene ideología sino conveniencia, tal vez porque nos encontramos en una vorágine de estupidez mediática, que alimentan quienes viven de opinar y retroalimentan los laboratorios de “ideas” de los partidos hasta la estúpida saturación de lo reiterativo, de quienes se pierden en la maraña estulta de unas redes sociales cada vez mas alocadas y dislocadas, y en medio de una prensa que ha perdido su objetividad informativa para hacer partidismo con impúdico descaro.
La palabra AMNISTÍA, su alcance, sus límites, sus líneas rojas, su constitucionalidad o no, su procedencia e improcedencia son una especie de batalla por la estupidez que enreda, de una parte, a las más altas instituciones del Estado y a los más conspicuos políticos, soltando por su boca palabrería tan contundente como impropia de quienes tienen responsabilidades públicas.
La palabreja, nunca tan manoseada como en los tiempos que corren, sirve para todo en debates acalorados y las mas de las veces carentes de sentido común. Se habla de ello entre amigos, en la barra de los bares, en los parlamentos nacionales y regionales, en los plenos municipales. Hay quienes han reducido la política a la palabra amnistía.
Pero lo cierto es que la AMNISTIA se ha convertido en una necesidad para que cada partido resuelva sus problemas en relación con el poder.
El Gobierno necesita de la AMNISTÍA para seguir gobernando. Resumiendo, es “hacer de la necesidad virtud”, Pedro Sánchez dixit.
El independentismo de derechas, Junts, lo usa para chantajear sobre la gobernabilidad de España, “salvar” al “soldado” Puigdemont de los campos de Waterloo y sacarle ventaja al catalanismo de izquierda.
El independentismo de izquierda lo cree imprescindible para evitar que el independentismo de derechas tenga opciones de retomar el poder en Cataluña, y mantener viva la antorcha utópica del mañana.
El Partido Popular lo utiliza para desgastar al Gobierno, pero también para comerse a la extrema derecha, tratando de convertir toda la política, ya sea nacional, autonómica o local, en amnistía, como si no hubiese otros problemas que tratar, en una vocación de jacobinismo puro.
La extrema derecha de VOX, un partido crítico con todo pero que nunca tiene soluciones para nada, pretende más que desgastar al Gobierno, desgastar a Feijoo.
Sumar, como al margen, contempla el desgaste de todos, a la que no son tampoco ajenos, mientras se desangran en una polémica absurda con los restos del naufragio de Podemos, esperando que los ciudadanos les amnistíen a unos y otros por esa voluntad inigualable de restar cuando se suma y nunca poder cuando se quiere.
Los nacionalistas vascos contemplan, desde una cierta indiferencia cómplice, la resolución de un conflicto que sin serles ajeno les afecta, mientras Bildu se conforma con una amnistía ajena, pensando que tal vez las próximas elecciones vascas les pueda ofrecer alguna expectativa al respecto, ahora que el Sien Fine ( brazo político del IRA ) se dispone a entrar en el Gobierno de Irlanda del Norte. Unos y otros, tratando de situarse de cara a las próximas elecciones vascas.
En esa melé de confusión, de intereses creados e intereses por crearse, se sumerge a los ciudadanos y conforman una parte de la realidad en la que para unos España va “como una moto”, mientras otros anuncian la ruptura del Séptimo sello del Apocalipsis.
Si Ortega y Gasset viviera, posiblemente, hoy vería la disociación entre la España oficial, la que viven los políticos de todas las ideologías, y la España real que vive la mayoría de sus ciudadanos. Es esa España que ni milita, ni aplaude, ni se manifiesta. Es esa España que vive el día a día como un “Carpe Diem”, donde el turismo rebosa las calles, los ciudadanos llenan con sus vehículos las autopistas de entrada y salida de las grandes capitales y las zonas costeras, ocupan hoteles, lugares de ocio, restaurantes, cafeterías, hiper, grandes almacenes. Todo parece marchar bien menos la política y sus aledaños que se ha convertido en una auténtica corrala, en un patio de porteras.
Todos se afanan por convencer a los suyos que se trabaja por el bien de España, la recuperación de la convivencia, la grandeza de la patria, el orden constitucional, la independencia, como si el bien de España ya no existiese, la convivencia no fuese una realidad, el orden constitucional se hubiese roto sin saber porque costura, o la independencia fuese una asignatura pendiente.
Solo Puigdemont, desde “la atalaya del derrotado” que divisa desde Waterloo, sigue izando, por espurio interés, la bufónica bandera de quien nunca fue capaz de tener los atributos de un líder.
Y, a decir verdad, podríamos decir que todo marcha razonablemente bien menos “algunas cosas”, … y la AMNISTÍA, convertida en un auténtico juego de poder. Nadie ofrece alternativas ni soluciones para nada mas allá de enredarse en lo negativo o lo positivo de la palabra.
Lo paradójico de la derecha española, tan contradictoria ella, tan groseramente sutil, tan sin tapujos cuando le conviene, es que todo el mundo sabe, salvo los muy forofos del españolismo a ultranza, que Feijoo, si de Junts hubiera dependido su “imposible” gobierno, hoy habría pactado la AMNISTIA y dos huevos duros más, como ya hizo Aznar en el famoso “Pacto del Majestic”. Pero la cifra no le dio. Si sumaba siete a su pírrica victoria, tenía que restar treinta y tres.
La AMNISTÍA podría acabar con el Estado mismo gracias a la entupida actitud de quienes han hecho de esta circunstancia una auténtica batalla política en la que tienen enredados a amigos y enemigos, a gentes de derechas y a gentes de izquierdas. Todos ellos con sus anteojeras bien puestas, sin que quepa más razón que dar o quitar razones, gritan, se manifiestan o rezan el rosario en una hilarante bufonada de quienes esgrime su extravagancia.
Poco importa que se deslegitime al Gobierno, al Congreso o al Senado, que la Justicia sea tuerta, se cuestione al Tribunal Constitucional o lleve cinco años caducado el Tercer Poder del Estado.
Estamos ante un debate que está derivando de la realidad hacia el absurdo, y que ya muchos empiezan a sentir como parte de un juego de poder al que los ciudadanos son cada vez más ajenos.