A finales de enero ha vuelto la ópera en versión concierto al Palau de la Música de Valencia. La ópera Salomé de Richard Strauss ha exigido un intenso esfuerzo a la Orquesta de Valencia y a su titular Alexander Liebreich. No solo musical, también experiencial: algunos intérpretes se meten tanto en la interpretación que les acarrea problemas de insomnio. La tragedia narrada, basada en la obra homónima de Oscar Wilde, es de una riqueza temática como pocas en la literatura operística. Se relata, recordemos, una versión de la historia bíblica de Salomé, hijastra del gobernante Herodes Antipas, que pidió a su padrastro la cabeza de Jokanaan (Juan el Bautista) en una bandeja de plata, como recompensa por haber bailado la danza de los siete velos ante su cautiva mirada. Así, a través de la seducción de un Herodes que ha mirado su desvelamiento, consiguió Salomé lo que no pudo conseguir en vida del Bautista. El profeta nunca la miró en vida y no cayó rendido a la belleza juvenil que impulsa al abismo.
Los casi ciento diez minutos de Salomé han manifestado el esmero y la atención lenta a cada detalle de una partitura que luciría por sí sola como obra orquestal. La danza de los siete velos de la cuarta escena así lo ha testimoniado: la orquesta de Valencia ha danzado sola, sin Salomé en el escenario. Se desvestía la hijastra de Herodes en nuestra imaginación: un desvelamiento in absentia. Ese absentismo es revelador en la época de la omnipresencia del porno online; revelador de un mundo pasado. En el momento posterior a la danza, el de la exigencia del cumplimiento de la promesa hecha por Herodes, o sea, cuando Salomé, casi sin orquesta, exige la cabeza del profeta Jokanaan como consecuencia lógica del striptease antecedente, sonó el tono de llamada de un móvil. Poco después resonó el aviso de llegada del mensaje de la llamada perdida. Una llamada perdida para avisarnos de que el mundo anterior a los móviles se ha perdido. Esa llamada telefónica en el momento silencioso de la exigencia de la cabeza inerte de Jokanaan, la voz que clama en el desierto, es como la constatación de que hemos perdido el mundo de los eremitas predigitales.
Sin embargo, esa llamada nos puede interpelar como los argumentos de los cinco judíos que intercambian sus diversas filosofías de la religión en la cuarta escena de esta ópera de un solo acto. El primer judío nos espetaría que Dios hoy se esconde (Gott vergibt sich) y, por eso, los nativos digitales no pueden percibir la presencia divina ni gozar de la riqueza musical de cuando no existían los móviles; solo pueden disfrutar del último hit viral, por ejemplo, de la última de Quevedo. El segundo judío replicaría que no sabemos realmente si Dios se manifiesta o se esconde, todo son sombras proyectadas desde un afuera inaccesible. El tercero, por su parte, nos propondría un panteísmo que predicara que Dios se muestra en cada instante y lugar (Er zeigt sich zu allen Zeiten und an allen Orten), de tal manera que el tono del móvil es una de sus manifestaciones, por ello, lo importante sería atender y no a lo que atiendes, es decir, la atención del presente es más divina que los distintos objetos que la atraen. Por consiguiente, no podríamos criticar al usuario de telefonía móvil que no apagó su dispositivo antes del inicio de la ópera. Por último, el cuarto y el quinto judío acentuarían la omnipotencia divina hasta el punto de concluir que los individuos no podemos juzgar la bondad o maldad de los actos: hay una fuerza supraindividual ante la cual solo podemos agachar la cabeza (Wir können nur unser Haupt unter seinen Willen beugen, denn Gott ist sehr stark).
Ante un estruendo de tal omnipotencia, suenan hueras y quedas las voces del desierto: Jokanaan, Juan el Bautista o la monición de entrada al Palau de la Música que ruega apagar los móviles. ¿Ruega o exige? Da igual, el verbo “exigir” no significa mucho hoy para muchos seres humanos, como periodistas o políticos. Hoy muchos humanos dicen exigir cuando saben que el cumplimiento de lo que exigen no depende de ellos. En cambio, hoy hay algo que nos exige sin decir nada. Hoy nos exige el sacrificio de la atención el móvil: los WhatsApps, los vídeos reenviados, el porno online. Todo en un pequeño dispositivo, el que me permite escribir a mí o leer a ti. Las pantallas contemporáneas sacian las exigencias del ser anunciadas por un viejo principio judío y neoplatónico, anunciadas por Juan el Bautista y por el Liber de causis: ser algo consiste en la viralización de su representación, sobre todo, de su imagen. La transmisión del ser depende del número de reproducciones, sobre todo, de visualizaciones. Dios es compartir un mensaje, sobre todo, compartir imagen. ¿Y qué más potente que compartir a través de un móvil?, ¿qué más fácil que darle a reenviar? Para los neoplatónicos Dios es una luz autodifusiva, de modo que Salomé presentaría el conflicto entre el alcance de dos difusiones, la difusión de la voz de Juan el Bautista y la de la belleza de Salomé. Herodes se pregunta: ¿qué es mejor escuchar el mensaje del Bautista o mirar el stiptease de Salomé?, ¿qué exige más?
Salomé exige el cumplimiento de la promesa realizada por Herodes y lo consigue, nunca renuncia a su satisfacción, como el Ello freudiano. Herodes, después de concederle la cabeza del Bautista en una bandeja de plata, decide huir de la escena de la decapitación. Herodes dictamina la muerte de la voz profética y de la razón como guía de la voluntad, después se arrepiente y ordena la muerte de Salomé (Man töte dieses Weib). Sin embargo la muerte no restituye la vida del Bautista ni el imperio de la razón. Es demasiado tarde, a la pulsión erótica no se le contesta con la razón, sino con otro impulso: la pulsión de muerte. El Ello nunca renuncia a su satisfacción. Exige su cumplimiento como un móvil sonando, como un nuevo profeta de la modernidad. Un profeta decapitado.