Uno de los mayores expertos en política agraria de España, Fernando Moraleda, escribe para La Hora Digital sobre la movilización de agricultores europeos.
En las últimas semanas venimos asistiendo a intensas movilizaciones de los agricultores en distintos países europeos del Este y Centroeuropa: las más recientes y significativas en Alemania y Francia.
Todo parece indicar que estamos en la trastienda de una movilización semejante en España, aunque aún es pronto para conocer su alcance e intensidad dado que el ministro de Agricultura ha tomado la iniciativa convocando una reunión con las organizaciones agrarias más representativas para el próximo día 2.
En estas circunstancias cabría preguntarse si hay un hilo conductor que las promueve o por el contrario o paralelamente existen causas nacionales que lo justifican y a partir de ellas se produce un efecto llamada. En mi opinión, las dos causas conviven y explican la actual situación.
Sobre los elementos comunes destacaría tres que, con mayor o menor incidencia, están afectando al conjunto de la agricultura y ganadería europeas.
El primer problema viene dado por la disminución de los precios percibidos por los productores a causa de las importaciones de terceros países con legislaciones laborales y requerimientos medioambientales menos exigentes, junto a la creciente pérdida de peso del sector primario en el valor añadido bruto que genera la cadena de valor agroalimentaria frente a la comercialización y distribución aguas arriba.
La reclamación de “precios justos” que se escucha en la agricultura europea tiene por tanto esta doble dimensión generada tanto por el efecto del comercio internacional como por la posición del sector primario en las cadenas de valor dentro del mercado único. La complejidad en la búsqueda de soluciones descansa en que los factores que promueven los problemas son de muy distinta naturaleza. Sin embargo, nuestro país ya dispone de la Ley de Cadena Alimentaria que no existe en algunos países de nuestro entorno y que es el instrumento más adecuado para equilibrar las posiciones entre los distintos eslabones de la cadena de valor.
La segunda variable que afecta y justifica en parte el enfado agrario europeo, tiene que ver con la agenda verde que la anterior Comisión europea propició liderada en particular por el exvicepresidente primero Frans Timmermans. Su estrategia de sostenibilidad y sobre todo su hoja de ruta establecida por el dossier “de la granja a la mesa”, no ha conseguido la complicidad de los sectores agrarios europeos por distintas razones que son objetivas. Creo que no han sido suficientemente escuchados ni tomado en cuenta las consecuencias que provocaría en sus explotaciones la aplicación de normas muy exigentes sin que previamente se analizaran los impactos y costes que requeriría su adaptación. De ahí que la presidenta von der Leyen haya anunciado la apertura de este diálogo a las puertas de las próximas elecciones europeas. En nuestro país ayudaría abandonar cierta retórica culpabilizadora hacia lo agrario o rural que algunos sectores mas radicales promueven en la discusión pública. El ecologismo y el agrarismo deben convivir de forma respetuosa y armónica.
Y en tercer y último lugar, a la inadaptación de algunos países a la competencia dentro del mercado interior por los que algunos han denominado “competencia desleal” española. Véase en este último caso la reciente actitud de las organizaciones agrarias francesas de bloquear la entrada de frutas y hortalizas españolas y más en el recuerdo la actitud alemana con el boicot a las fresas de Huelva. En ambos casos, la realidad denunciada no es una competencia desleal sino un indisimulado proteccionismo que, sin respeto a las reglas comunes, pretende proteger sus producciones frente a las importaciones españolas más competitivas y de mayor calidad. Tener sol en el sur europeo es un factor de competencia que no se puede deslocalizar, aún con cambio climático.
A este conjunto de circunstancias, llamémoslas estructurales o de naturaleza transversal, se unen problemas episódicos no menos importantes por sus consecuencias en las economías de las explotaciones europeas. La guerra de Ucrania con el consiguiente incremento de costes energéticos (electricidad, fertilizantes y gasóleo) unido a una pertinaz sequía que dura ya dos campañas, componen un estado de situación que puede hacer comprensible el malestar agrario.
Sin embargo, en una primera aproximación para prever una posible respuesta política a este escenario de complejidad tan poliédrica, es donde aparecen las contradicciones o intereses divergentes en el modo de afrontarlos.
El ecologismo y el agrarismo deben convivir de forma respetuosa y armónica
En mi opinión, la primera lección que aparece de manera más objetiva es la aceptación de tensiones en el modelo agrario europeo tanto por razones regulatorias como de mercado, y de la necesidad, por tanto, de abrir un proceso de reflexión y concertación con los agentes más representativos del sector. La solución o soluciones, aunque no son sencillas, fáciles ni inmediatas sí necesitan de este diálogo que ordene los problemas citados, conozca el orden de intensidad de los mismos en los distintos países europeos y promueva finalmente la búsqueda de acuerdos comunitarios o nacionales según los casos.
Y es en este escenario donde surgen algunos riesgos que podrían afectar a un modelo de éxito como es la implantación de la Política Agraria Común, 68 años después de su creación. Algo más que indicios así lo apuntan.
En primer lugar, el riesgo al populismo agrario que aunque de manera incipiente, no hace sino crecer en el seno del espacio político europeo con expresiones diferentes que van desde la creación de partidos agrarios que ganan elecciones provinciales como es el caso del Movimiento Campesino-Ciudadano (BBB) de los Países Bajos o movimientos vinculados a la extrema derecha que se separan de las organizaciones representativas para intentar capitalizar el descontento con propuestas nihilistas que conducen al nacionalismo agrario más primario, como es el caso de Le Pen en Francia o de Vox en España.
Y cuando estamos ante problemas complejos y de diferente naturaleza, el recurso populista de recurrir a las emociones con propuestas inejecutables para nuestro ordenamiento político y jurídico europeo, pueden prender y expandirse peligrosamente con graves consecuencias para la convivencia entre distintos sectores económicos y sociales de nuestro país.
Y, en segundo lugar, el riesgo que las instituciones involucradas, tanto nacionales como europeas, no tomen conciencia del verdadero alcance del problema y se involucren de forma tímida en la búsqueda de un nuevo consenso agrario con los verdaderos representantes del sector. Las organizaciones profesionales agrarias y sus cooperativas tienen, a su vez, el reto de ejercer su legítima representación con la responsabilidad debida y sin recursos demagógicos que alimenten falsas salidas a una problemática que siendo complicada de por sí, debe ser abordada sin generar nuevas frustraciones.
La tarea es ardua y llena de incertidumbres y riesgos, pero el reto no se aleja de la discusión del modelo europeo en la complicada actual situación geopolítica internacional. El futuro de Europa tiene que construirse sobre las raíces que la vieron nacer. Sostener una agricultura y unos territorios rurales que nos identifican mediante un modelo europeo que ofrezca certidumbre y futuro a los agricultores y ganaderos, junto a los territorios rurales que habitan. Dar respuesta, en definitiva, a la colère de los agricultores sin caer en un nuevo nacionalismo aunque este sea agrario.