En una entrevista concedida al diario La Vanguardia, el presidente Sánchez se ha permitido calificar de “fachosfera” al entorno mediático y político de la derecha y la ultraderecha, que viene contribuyendo con sus hipérboles e insultos al clima tóxico que respiramos desde hace meses. No apruebo que, en una democracia, los partidos se intercambien improperios pero, en este caso, el término tal vez no pueda calificarse de insulto.
La palabra remite a la más conocida de “biosfera”, que se define como la parte de nuestro planeta donde es posible la vida. Esto incluye las profundidades marinas, la superficie terrestre y los primeros kilómetros de la atmósfera. En cualquier caso, se trata de un espacio, de un ambiente, y no de individuos concretos.
De igual modo, podríamos definir la fachosfera como el espacio virtual donde se vulneran los usos y costumbres democráticas, donde no es posible la democracia. Más que individuos, pues, incluye todas aquellas declaraciones verbales o escritas que se ajustan a esta característica. Por lo tanto, no es cierto -como afirma interesadamente el señor Feijóo- que el presidente haya llamado fachas a los millones de españoles que no están de acuerdo con la amnistía. Son fachas ciertas manifestaciones, no las personas que las emiten. Ni mucho menos lo son los votantes de la derecha, que no son responsables de las manifestaciones de sus líderes.
Por ejemplo, es facha decir que “el Tribunal Constitucional es el cáncer de nuestra democracia”, como hizo recientemente el señor González Pons. O la afirmación del señor Feijóo de que el Congreso de los Diputados no representa actualmente la soberanía nacional. Deslegitimar las instituciones de todos, tan solo porque sus mayorías no nos convienen, es un ataque directo a la democracia. El siguiente paso sería deslegitimar las leyes, el Gobierno y los resultados electorales y, llegados a ese punto, no quedaría nada que nos permitiera una convivencia pacífica.
Un breve repaso a la columna en El País de Idafe Martín —periodista que investiga la fachosfera y da cumplida cuenta de sus manifestaciones— nos aporta una ingente cantidad de insultos, dirigidos al presidente Sánchez, que escriben de manera habitual los columnistas del ABC, El Mundo, La Razón, OK diario, Voz Pópuli y otros medios afines, cuyas manifestaciones viven frecuentemente en ese espacio donde se vulnera la democracia. Patán, traidor, lacayo, siervo del gleba, autócrata, corrupto, zombi, vampiro, insaciable y matasiete son algunos ejemplos de ese lenguaje.
Insultar no forma parte de los usos democráticos, por muy en desacuerdo que se esté con un líder o un partido político. Es democrático discrepar de la oportunidad, o de la esencia misma, de una ley de amnistía y combatirla con todo tipo de argumentos, pero el insulto es simplemente el recurso de los impotentes, el último recurso de los que no confían en sus razones. Y es parte integrante de la fachosfera, porque la democracia es incompatible con él. Lo que viene detrás del insulto es la agresión. Es el camino seguido por todos los fascistas que ha habido en el mundo: primero deslegitimar al adversario, luego deshumanizarlo mediante el insulto y, por último, agredirlo y eliminarlo.
En la frontera de la fachosfera están las hipérboles que tan solo aspiran a mover nuestras emociones en detrimento de nuestra razón. Decir que la amnistía es una traición, que rompe España, o que nos humilla —como afirma cada día el señor Feijóo—, o establecer—como hace la señora Ayuso— dicotomías tales como “amnistía o libertad y “amnistía o España”, son exageraciones insostenibles. Estas hipérboles pretenden inculcarnos a los ciudadanos lo que debemos sentir, más que lo que debemos pensar. Y lo que debemos sentir es, al parecer, repugnancia y odio hacia los que promueven esa ley, porque nadie quiere que se rompa España, ni que le humillen, ni tener que renunciar a la libertad por su culpa.
La ley de amnistía puede ser atacada por muchas razones, la principal de ellas, en mi opinión, es que ha surgido de una transacción a cambio de votos y no de una acción libre del Gobierno, y menos aún de un amplio consenso en el parlamento, lo que sería muy deseable para una ley de este tipo. Podría traer beneficios en Cataluña, pero ya está trayendo muchos perjuicios en el resto de España. No obstante, es una ley democrática que está siguiendo todos los trámites requeridos. Es transparente, se está debatiendo en comisión, lo hará en el Congreso y en el Senado, y puede ser recurrida al Tribunal Constitucional y a la justicia europea. Si sale adelante, tendrá total legitimidad como cualquier otra ley. Lo que no impide que pueda ser criticada políticamente ni que se pueda discrepar de ella.
Pero el camino seguido por la oposición es muy cansino para el sufrido ciudadano y presumo que poco productivo para su causa. Llevan muchos meses tratando de soliviantar nuestros ánimos, llenando las calles de banderas y de discursos tóxicos, incitando a asediar las sedes socialistas, cuando no —como hace Vox— asediándolas directamente, y manteniendo una tensión que ninguna naturaleza humana puede soportar durante tanto tiempo.
La lucha por el poder nunca ha sido tan descarnada como ahora. Desde los últimos años de Felipe González hasta hoy, la derecha ha emprendido, con virulencia creciente, lo que se ha dado en llamar “crispación”, cada vez que gobierna la izquierda. Pero la crispación consiste en realidad en arremeter con todo lo que puedan contra esa izquierda para desalojarla del gobierno. No importa por el camino deslegitimar las instituciones democráticas o pervertir su uso —como hacen con el Senado, el caducado Consejo del Poder Judicial y las instituciones europeas—, emplear el insulto o la hipérbole o echar abajo leyes que, si gobernaran ellos, aprobarían. Todo vale.
A mi, lo que la crispación consigue es crisparme los nervios porque, al igual que mi cuerpo no soporta las toxinas, mi cerebro no soporta los discursos basura. Me soliviantan, pero en otro sentido, porque veo evidente la manipulación que pretenden. Afortunadamente, siempre me queda el mando a distancia para silenciarlos.