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La democracia interna en los partidos (II)

La democracia interna en los partidos (II)

En un artículo anterior hablábamos con cierto detalle de cómo se puede entender la democracia dentro de los partidos políticos establecida en el artículo 6 de la Constitución española. A la cuestión de las condiciones necesarias aunque no suficientes para cumplir el mandato constitucional al respecto tenemos que añadir que no hay un modelo único de democracia interna: partidos de cuadros, asamblearios, con más dosis de democracia directa o representativa, más presidencialistas o más colegiados, con un líder que sea primus inter pares o con una jefatura cesarista y plebiscitaria. 


Hace ya bastantes años la conciencia del déficit democrático en los partidos políticos españoles llevó a algunas formaciones a imitar el modelo norteamericano de participación directa de los ciudadanos, importando las llamadas elecciones primarias, primero para la designación de candidatos a los procesos electorales y más tarde para la elección de sus líderes orgánicos en distintos ámbitos territoriales.

 

Las experiencia reciente de las elecciones primarias en España ha demostrado que la elección directa de líderes y candidatos electorales no es la panacea ni garantiza la democracia interna de los partidos. Por el contrario, las primarias, al suponérseles un plus de legitimidad a los líderes elegidos directamente, han acrecentado los hiperliderazgos y reducido al mínimo la participación de los afiliados y la adopción colegiada de decisiones. 

 

Desde que también esta democracia directa se extendió a la elección de líderes orgánicos las primarias han tenido como efecto secundario el establecimiento de una especie de régimen personal en el que se produce una patrimonización de los partidos por sus líderes.

 

Las primarias se concibieron con una ingenua buena fe como la gran regeneración frente a los defectos de un sistema de democracia indirecta. Pues dentro de los partidos existía una clase política formada por cuadros y dirigentes elegidos en congresos y asambleas, en buena parte profesionalizados. 

 

Pero las primarias, en realidad, han derivado en un funcionamiento menos democrático que el que pretendían modificar. Se ha sustituido una frágil y limitada democracia representativa en los partidos no presidencialistas por otra plebiscitaria, aclamativa, cesarista, legitimada por la elección de secretarios generales y cabezas de lista mediante  sufragio universal entre los militantes. En la práctica la única participación de los afiliados en la vida de los partidos tras las primarias se limita a elegir a líderes plenipotenciarios, en quienes se delegan todas las decisiones importantes en los diferentes ámbitos territoriales. Aunque en ocasiones esa participación se extiende a referéndums en los que no existe ningún debate y solo hay dos opciones cerradas propuestas por la dirección.

 

 

Las primarias han sido un experimento fallido además por las restricciones y los filtros que se han aplicado, como el requisito de los avales para ser candidato. Que estos avales sean públicos es especialmente perverso, porque obliga a los militantes a decantarse sin la libertad del voto secreto por uno u otro candidato, sin dar además opción a avalar a más de un aspirante. De esa forma, los militantes quedan marcados públicamente en uno de los bandos en una confrontación interna. Y es justamente la posibilidad de fragmentar un partido en dos bandos más allá del proceso electoral otro de los efectos secundarios perniciosos de este  modelo de democracia directa.

 

Las elecciones primarias, por tanto, pueden favorecer la agudización de las emociones colectivas en torno a los líderes en liza, impidiendo que las organizaciones definan colegiadamente su línea política y las decisiones estratégicas, sin deliberaciones ni acuerdos. 

 

Las primarias propician más la confrontación interna que el juego de mayorías y minorías en órganos colegiados, en el que son más factibles los debates, el pluralismo y la cultura del pacto. Crean un escenario de vencedores y vencidos, no de mayorías y minorías con posibilidad de recambios o alternativas internas. Suponen el riesgo de dividir un partido en dos: los que están con el líder y los que están contra él, a menos que tras una elección directa el secretario general electo lo sea de todos los militantes, los que le han votado y los que no.

 

Si no hay candidatos a las primarias o solo hay uno, no es lógico que se produzca la aclamación del candidato único. En esos casos de ausencia de más de un candidato, podría recurrirse a la elección por un órgano colegiado representativo. 

 

En un partido político basado en la democracia participativa y deliberativa las decisiones estratégicas las tendrían que tomar los órganos colegiados. En el cesarismo, por el contrario, el líder es el único tiene la potestad de decidir.

 

Cabe argüir, por el contrario, que el presidencialismo no es necesariamente una consecuencia de la democracia directa, pues se podría articular un equilibrio de poderes en un sistema de decisiones compartido entre el líder y las estructuras representativas y colegiadas como el que existe en los países con elección directa del Jefe del Estado que disponen de un régimen parlamentario como garantía del equilibrio de poderes.

 

Cierto es que las consecuencias de las elecciones primarias no son iguales para la elección de cargos orgánicos que para la designación de candidatos electorales. Pues si las elecciones primarias solo se reducen a la designación de cabezas de lista electoral, el funcionamiento de un partido no tiene por qué ser presidencialista. En este caso nos encontramos por otro lado con el problema de una doble legitimidad si los dirigentes locales o nacionales de un partido se presentan a las primarias. Especialmente si no las ganan, pues esa derrota los debilitaría en el interior de sus organizaciones. Es verdad que esa contradicción se podría resolver separando los liderazgos orgánicos de los institucionales, como hacen algunos partidos políticos en España, cual es el caso del PNV. 

 

Las primarias no han cubierto las expectativas que despertaron. Su alternativa pueden ser otro modelo de primarias diferente del que tenemos en la actualidad en España o sustituirlas por un sistema democracia representativa. Las primarias de los partidos norteamericanos son más abiertas y democráticas, pero no dejan de plantear numerosos problemas. Están insertas, además, en otro sistema en el que los diputados se tienen que ganar individualmente su escaño en circunscripciones uninominales y no tienen disciplina de voto. Allí los partidos políticos son maquinarias electorales, son más instrumentales y menos comunitarios, como lo han sido en el modelo europeo.

 

Podría compaginarse un liderazgo elegido directamente con la existencia de un equilibrio de poderes, como en los sistemas políticos presidencialistas, que también tienen a las cámaras legislativas para el control y en casos excepcionales para la destitución del presidente. Es posible un liderazgo elegido por sufragio universal con una estructura que no sea el equivalente a una monarquía absoluta.

 

Si se quiere un partido con debate interno, participación y pluralismo, tiene más sentido articular un sistema más parecido en su interior a un régimen parlamentario, con un congreso nacional que equivalga a unas elecciones generales, un poder ejecutivo y unos órganos de control y representación cuyos poderes fueran similares a un parlamento. Que pudiera complementarse con sistemas participativos que utilizaran las redes sociales o alguna consulta puntual para algún tema en particular como mecanismo excepcional. Y unos líderes que sean primus inter pares.

 

Un sistema más colegiado, participativo y deliberativo es compatible con liderazgos sólidos y  ejecutivas fuertes pero con poderes limitados. Limitaciones de mandatos de todos los dirigentes, incluido el secretario general, debates y votaciones preceptivos de los grandes asuntos.

 

La democracia interna en los partidos implicaría en suma que las direcciones de estas organizaciones asuman como un componente normal que las decisiones tienen que ir acompañadas de debates internos y de participación y que el poder no puede estar solo en manos de una persona o de una oligarquía. Al margen de fórmulas organizativas o estatutarias es también una cuestión de voluntad política.

 

El actual sistema de presidencialismo, consignas en formas de argumentarios, cooptación generalizada y fomento de adhesiones incondicionales y adhesiones inquebrantables no parece que case demasiado con el espíritu que inspira el artículo de la Constitución española referido a la democracia en los partidos políticos.


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