Corre el año 1926 en España. Es la época de la dictadura de Primo de Rivera y el país sufre inestabilidad política, pero el Lyceum Club será centro de reunión, plataforma de desarrollo cultural y germen de las más avanzadas ideas progresistas femeninas.
Durante sólo trece años, pues cerró en 1939, desarrolló una intensa actividad y sus mujeres participaron en lo que fue la eclosión artística, cultural, y literaria nacional de la generación llamada del 27.
Pero ellas no están solas, estarán siempre apoyadas por sus maridos, personas relevantes del Madrid político y social del momento, por lo que la prensa las criticará y las apodará “las maridas”, en tono peyorativo: “El Lyceum es una institución de origen nórdico, anglosajón, ibseniano y liberal. Por tanto, “matriarcaloide”. Como en un plan femenino, se excluyen adjetivamente los maridos, el varón. Pierde éste importancia. Es natural que sufra el Lyceum malas miradas de los alrededores españoles eminentemente patriarcales y masculinófilos. Pero no hay que temer demasiado. Las mujeres del Lyceum madrileño suelen ser en el fondo muy castizas e igualmente suelen seguir siendo utilizadas por el “intelectual como otras por el “cura” (firmado Ernesto Giménez Caballero)”.
Ciertamente, ellas están casadas; con el poeta Juan Ramón Jiménez, el dramaturgo Gregorio Martínez Sierra, el político Azaña, o son familia de los Baroja, del famoso pintor Palencia o del intelectual Altolaguirre. Son mujeres conscientes de su estatus pero que quieren cambiar su condición de “mujer de” para sobresalir individualmente en todas sus aspiraciones, realizarse. Abogadas como Clara Campoamor o Victoria Kent, pedagogas como María de Maeztu, poetas como Concha Méndez, Ernestina de Champourcin, o Pilar Valderrama, escritoras como Elena Fortún, médicos o traductoras como la propia Zenobia, periodistas como Isabel Oyarzábal…, y otras muchas más que sin llegar a tener esa relevancia nacional sí asentaron individualmente grandes cambios en la tradicional estructura femenina. Y lo que es más importante, fueron capaces de unirse entre ellas, creer en ellas mismas y en la capacidad que tenían para obrar; fue el germen de las muchas asociaciones de mujeres que nacieron en todo el país: Universitarias, católicas, u otras como la Asociación Femenina de Educación Cívica.
Como si fueran cerezas que se enredan en el panorama social todos ellos estaban entrelazados culturalmente, bien por la Residencia de Señoritas, por la Residencia de Estudiantes, por el Lyceum Club, o por los teatros de cámara que por esas fechas proliferaron, el teatro familiar Fantasio de la familia de Pilar Valderrama o como el teatro que los Baroja desarrollaron en su propio domicilio: El Mirlo Blanco. Éste último, bajo la dirección de Cipriano Rivas Cherif aglutinó a artistas como Josefina Blanco, incluso escritores como el propio Pio Baroja, Valle Inclán, Eusebio Gorbea y políticos como Manuel Azaña o el poeta Domenchina que, casado con la poetisa Ernestina de Champourcin, fue el secretario de Azaña. Carmen Monné, mujer de Ricardo Baroja propuso dar una representación de El Mirlo Blanco a beneficio del Club. Efectivamente se preparó el programa con pequeñas obras teatrales de Pio Baroja y Valle Inclán, se pusieron los asientos a 20 pesetas, se llenó el salón y se reunieron más de cuatro mil pesetas.
UN DESAFÍO FEMENINO
La situación de la mujer española en aquellos años 20 estaba todavía sujeta a estrictas normas sociales, patriarcales y eclesiásticas. Mientras, en Europa la primera guerra mundial había “sacado” a la mujer de casa y ésta había ocupado puestos de trabajo de la más variada índole, en España apenas se estaba empezando a ver y a aceptar a la mujer en la universidad y como trabajadora profesional.
No obstante, en las grandes ciudades ya se habían creado las oposiciones a Correos y a Telegrafistas y aunque todavía a unos niveles muy limitados el asociacionismo de mujeres había empezado a dar sus frutos, fue un incipiente feminismo que iría creciendo con los años. Las conferencias que dictaba Gregorio Martínez Sierra, escritas por su mujer María Lejárraga instaban a ello: “Consejo mujeres españolas, orden, vigilancia y trabajo. Consejo de buena ama de casa, de madre, de maestra, Hay que estudiar, hay que prepararse…”. En otra conferencia dictada por María misma decía “Hay que empezar convenciendo a estas mujeres que el trabajo siempre dignifica y que lo importante cada vez más es colocarse en condiciones de no ser una carga para los demás individuos de la familia, hay que cotizar el valor intelectual y práctico de la mujer…”.
La presencia del Lyceum Club supuso una revolución en el orden tradicional establecido: “Comprenderán ustedes lo mal que había de parecer un club de señoras sin padre espiritual y sin entronización de ninguna imagen religiosa en el local”, escribe Zenobia Camprubí.
La organización copiaba el modelo internacional y se dividía en Secciones: Artes plásticas e industriales, Literatura, Música, Ciencia, Internacional, Social e Hispanoamérica. Y siguiendo el relato de Zenobia: “Mal estaban los cuatro primeros, pero lo de Internacional y Social eran completamente inadmisibles. —¿Usted sabe lo que es la “Tercera Internacional?”—, nos decía indignada una dama que, en un té, venía atacando al Lyceum sin saber que yo formo a parte de él. —¡Pero señora si ésta es una sección que se ocupa de mantener relaciones con la casa Central en Londres y con las treinta y tres filiales restantes. —¡Ve usted!, la casa central de Londres y la presidenta Lady Aberdeen es una protestante” —me respondió” .
ATAQUES EN LA PRENSA: “DEMASIADAS LETRAS SECAN EL CORAZÓN”
Los ataques en la prensa no se hicieron esperar y ellas fueron tituladas como “mujeres sin virtud ni piedad” así como criticadas en amplios artículos:
“La mujer española tiene también su club. Nos parece bien que rompa la costumbre nociva y egoísta de su aislamiento, y desarrolle el espíritu de solidaridad y de apoyo muto, aportando al panorama social sus grandes virtudes: la moralidad, la clemencia, la delicadeza, la dulzura y la generosidad.. / Pero… el Lyceum debe ser el hogar posible de todas las mujeres españolas, y no una agrupación donde predomine la catedrática y marisabidilla, la doctora redicha y petulante… ¡No por Dios!, este tipo extranjero de señora de anteojos de concha, carpeta debajo del brazo, estirada y seca como un sarmiento que hace la exégesis de Kant o Hegel mientras su marido empuja el carrito del bebé o limpia los cacharros de la cocina, esa mujer de caricatura humorística recuerda con su antipática presencia el axioma de que demasiadas letras secan el corazón.”
No obstante, no cejaron y desde el Club se realizaron importantes obras sociales como La Casa del Niño, donde Rosario Lacy una de las primeras mujeres licenciadas en medicina era la responsable. Aun así, se criticó que las trabajadoras no fueran Hijas de la Caridad, sino mujeres profesionales a las que se les había enseñado puericultura. De nuevo Zenobia nos lo relata: “Una guardería modelo, alegre, clara, limpia para niños de 2 a 5 años a cuyo frente estaba la señora del doctor Bastos y que, aparte de las señoras del Lyceum sería atendida por enfermeras diplomadas. ¡Tener enfermeras en vez de encargar los niños a una orden religiosa! Ya fue la bomba final. Nos atacaron en la prensa y desde el púlpito”.
Efectivamente las principales acometidas vinieron de la prensa eclesiástica como Iris de la Paz, órgano oficial de la Archicofradía del Inmaculado Corazón de Maria y del Comité Ejecutivo de la Obra de la Buena Prensa, que bajo el seudónimo de Loruen escribía: “mujeres sin virtud ni piedad”, y “con las piernas al aire”, “en él la mujer pierde el sentimiento de la propia dignidad…”, “verdadera calamidad para el hogar y enemigo natural de la familia y en primer lugar del marido”. Como consecuencia de ello numerosas socias renunciaron al Club pues así mandaba la disyuntiva del confesor: o se daban de baja o devolvían la medalla congregacionista de Hijas de María.