Hacerse mayor en mi colegio significaba cruzar el patio del edificio histórico a uno moderno. De nueva construcción, una mole de hormigón y aluminio, con rejas en las ventanas, mesas separadas, sillas de hierro y una tarima que aupaba al maestro por encima de nuestros cuerpos.
Hacerse mayor suponía abandonar el uniforme, insulso y marcial (todos los uniformes lo son), y experimentar la rareza de elegir cada día tu ropa, ser más tú.
Hacerse mayor era además compartir clase con niños. Hasta ese momento mi educación había sido segregada. De los cuatro a los trece años la indescriptible odisea de crecer lo hice de la mano de niñas. En el edificio nuevo, a la odisea se sumaba el mundo masculino y yo nunca había estado en Troya.
Guardo el recuerdo de la primera vez que hablé con un niño en el cofre de “jamás olvidar”. Ahí atesoro también la primera vez que volé, la primera vez que besé, la primera vez que vi la cara de mis hijas fuera del útero materno.
Se llamaba Jorge. El azar nos colocó al lado en clase. Compañeros. Nos hicimos amigos al minuto de conocernos. Lo seguimos siendo hoy. Puede que sea la relación más extraña que he tenido y tengo. Nos conocemos de todo y nada. Hemos pasado años sin vernos, sin intimar. Hemos vivido cerca y lejos. Aun así, el hilo se ha mantenido intacto. Ninguno se atrevería a romperlo. La madurez nos ha ido acercando sutilmente, sin apenas sospecharlo, hoy somos más amigos que nunca, como una sorpresa dulce, como un amor añejo. Echo la vista atrás y no reconozco a aquellos dos chavales que se reían, se asombraban, se descubrían y se miraban perplejos.
Hace unas semanas comimos y mientras se desbordaba el cielo fuera, nosotros nos resguardamos dentro. En unas horas recordamos a aquel adolescente noble, a aquella niña fuego e intentamos, entre caipirinhas saladas, pintar las líneas que dibujan a estos adultos que hoy somos, a veces lúcidos, a veces quebrados, a veces matados, a veces cuerdos.
No sabría definir qué relación me une a este hombre, aquel niño. Treinta y cuatro años vividos necesitan de muchas líneas. O no. Lo qué sí sé es lo que me hace sentir cada encuentro. En pocos espejos me he mirado que me devuelvan la imagen tierna, de respeto, de aceptación, de buen querer que encuentro en los ojos de Jorge. Con él puedo ser yo misma, dar rienda suelta a mis contradicciones, mis maldades, mis secretos, sabiendo que serán acariciadas como quien da cobijo a un cachorro huérfano.
Lo quiero, lo adoro más bien. Con él seguiré hasta que el cuerpo aguante en esta aventura que narraba Homero. La vida no es más que un viaje de vuelta a casa y hacerlo con amor duele menos.