Tal vez la abundancia de noticias, análisis y comentarios en un conflicto, como el que ahora protagonizan Hamás e Israel, y que hace ya demasiado tiempo ha rebasado la propia capacidad de comprensión razonable y en el que tras estas intensas semanas cabe aún apreciar la intensidad del horror y el temblor, no propicie la atención a lo que realmente debería atraer y recibir la prioridad de la acción política de la Comunidad Internacional, o lo que de ella quede aún, a saber: la víctima, obvia y fundamentalmente, la inocente.
La prioridad del relato legitimador por cada parte y sus cercanos narradores, en un uso abusivo de estos tiempos postmodernos en los que aquel ha abandonado su matriz natural, la literatura, para servir a la ideología política o mercantil, acentúa la visión dualista radical de “el bien y mal”, modificando los propios sujetos, de Hamás al pueblo palestino, del Gobierno de Israel al conjunto del pueblo israelí, e incluso, de la comunidad judía internacional, eso sí, olvidando conscientemente la diversidad social y cultural, incluso étnica, que ambos pueblos poseen en muy fecundas tradiciones patrimoniales hasta hoy. El precio, claro es, lo soporta directamente la víctima, que ahora convocamos. Es como si el entero siglo XX, el de las dos Grandes Guerras, el del Holocausto y de otro modo el del Gulag, y como contrapunto el de la proclamación solemne y universal de los Derechos Humanos, hubiera olvidado, o tal vez arrinconado, su “deber de memoria”, lo que permite negar su valor paradigmático para volver a repetir errores y hacer renacer el “mal radical” y su propia banalidad, como Hannah Arendt predicara o Primo Levi exigiera en mandato tan temprano como 1945.
No era este deber ajeno a las Sagradas Escrituras de las tres religiones abrahámicas. No sólo porque la misericordia y el perdón las constituyen formalmente, serían innumerables las citas y no menores la historia de su interpretación, sino porque la venganza, cualquier tipo de ella está, vedada expresamente a los creyentes, que forman parte importante del gobierno de Israel y sustenta el imaginario de Hamás. Así, la Biblia Hebrea señala en Deut. 32,25 que “Mía es la venganza y la retribución”; y hay dos mitzvot (preceptos) negativos muy relevantes al respecto; nekamá y netirá, el primero nos prohíbe “tomar acciones contra aquellos a quienes guardamos un resentimiento”; la segunda “reclamar algo fuera de su tiempo y circunstancia”.
Por su parte, El Corán señala el perdón como valor supremo: "Si os agreden, responded del mismo modo que os han agredido [y no se excedan]. Pero si sois pacientes [y perdonáis] será lo mejor para vosotros" (Corán 16:12); sura que es la base de algo poco conocido en Occidente sobre la ley penal musulmana, que prevé hasta el perdón de una condena a muerte, si una víctima legitimada manifiesta públicamente que perdona al asesino. Para concluir la glosa, en la Biblia cristiana, como bien se conoce, San Pablo parte del precepto del Deuteronomio citado para enfatizarlo más al señalar: “Amados, nunca tomen venganza ustedes mismos, sino den lugar a la ira de Dios, porque escrito está: «Mía es la venganza, Yo pagaré», dice el Señor” (Rom. 19,32). No hace falta recordar el perdón radical de Jesús de Nazaret para excluir la venganza. Con todo, las tradiciones ilustradas, laicas, de los tres pueblos, hicieron suya la virtud civil de quienes se despojan de la venganza y todo el derecho penal “reintegrador”, pilar básico del mismo, se basa en tal premisa.
La víctima, pues, tras Auschwtiz, se convirtió en la medida de valor y juicio sobre cualquier agresión que la produjera, más aún si se dirigía a cualquier grado objetivo de debilidad colectiva existencial (mujeres indefensas, niños, enfermos…) por encima de consideraciones nacionales, afirmaciones de pertenencia identitaria, comportamientos neocoloniales o supremacistas, materiales o simbólicos y, por supuesto, acciones terroristas o ilegítimas de cualquier poder político, por definición los totalitarios o autocráticos, pero también las de gobiernos democráticos. Es más, nos dijimos, con Adorno y tantos otros pensadores centrales del siglo pasado: tras la Shoá ya no podemos pensar ni hacer, personal y colectivamente, del mismo modo, tras haber experimentado que “lo impensable fue posible” y por tanto ya no cabe ni impunidad que perpetre o ingenuidad que consienta la violencia ilegítima. Sin embargo, los conflictos violadores de tal sagrado precepto continuaron y adquirieron incluso, tras la globalización insoslayable, nueva carta de naturaleza, cabe detenerse para probarlo en los nuevos y crecientes flujos migratorios, para instalarse en esta cotidianeidad líquida o flexible, que permite y no pocas veces anima la huida de cualquier arquitectura de una ética civil exigente, por considerarla obsoleta o incompatible con nuestra estancia en el placer o la comodidad.
Exigimos, pues, piedad, porque es una virtud cívica, que aúna tradición secular (véase ya la misma Ética a Nicómaco de Aristóteles) y religiosa y porque debemos hacerlo desde el sufrimiento por/para responder a la dignidad de la víctima. Hoy asistimos a la enésima crisis de la Comunidad Internacional, que volvemos a contemplar ahora con no menor estupor y sí mayor impotencia, si cabe, pues debería haberse superado, tras la conciencia de aquel deber y la corrección necesaria que exigía un mundo global, cada vez más alejado de cualquier hegemonía nacional, pero las exigentes ambiciones mercantiles, los liderazgos autocráticos emergentes, siempre populistas por definición, y la debilidad de nuestras viejas democracias fundamentada sobre todo en la escasa ejemplaridad de sus dirigentes, siguen frustrando cualquier intento de racionalidad dialógica que imponga en la realidad factual el deber que venimos reclamando. No faltan, sin duda, informes profesionales, independientes y cualificados, que debieran estimular esa prioridad, pero se pierden en la confusión mediática e instrumental que aquellos poderes instrumentan. Es más, el lenguaje de aquella estrella del relato a la que ya aludimos resulta tan potente que en pocos días un “corredor” humanitario se convierte en el deseo de una “pausa” bélica, claro que lo más breve posible, pues hay que volver pronto a la guerra, que va a solucionar “de una vez” ese horroroso conflicto y ni siquiera nos está permitido invocar un “alto el fuego” que detenga la cadena de víctimas inocentes, aunque contuviera exigencias onerosas para las partes combatientes.
Esta guerra, que sin duda nos resulta emocionalmente muy dolorosa por tantas razones comprensibles y responsabilidades históricas innegables con los pueblos de Palestina e Israel, está adquiriendo unos niveles de crueldad insoportables, desde su primera violencia terrorista, tan cruel como inusitada, hasta el número ingente de víctimas civiles, que no cabe justificar en ninguna delimitación de una defensa proporcional, ni tan siquiera, en mi modesta apreciación, en una estrategia militar coherente, de la que desconocemos aún su finalidad precisa. Es tiempo, pues, de urgente reflexión y mirar más allá de la inmediata contingencia para buscar salidas razonables a tan grave situación. Tal la intervención conjunta de USA, China, la UE y la Liga Árabe, con el beneplácito de la ONU pudieran promover un “alto el fuego condicionado”, es decir, sujeto a la prohibición taxativa del terror y la violencia impropia del Estado de derecho, cuyo cumplimiento será vigilado coercitivamente, si fuere preciso, por poderes legitimados de la ONU “ad hoc”, mientras se otorga tiempo al diálogo y ojalá a una paz justa y duradera entre israelíes y palestinos, demasiado tiempo ya pendiente.
Creemos no pocos que esa centralidad de la víctima resulta no fácil de contemplar aquí y ahora, pues casi todos, agentes y resto de actores internacionales siguen otra lógica inmediata y fatal, pero nos parece por ello más urgente aún. Detener el río de victimas es seguramente el deber prioritario de cualquier humanismo de nuestro siglo digno de tal pretensión.