(William Blake, William Wordsworth, Samuel Taylor Coleridge, Lord Byron, Percy B. Shelley, John Keats)

 

Enferma de eternidad el romanticismo,
como una poesía agonizante
que sale de los libros
y se refugia en las nubes tormentosas,
en mares bravíos,
en gusanos que se cuelan por los agujeros de los árboles. 

 

Poesía etérea y líquida al mismo tiempo,
borrasca de viento y agua,
las aves tienen que aposentarse al borde de los acantilados
o en mitad de las ruinas de un camposanto. 

 

Es inmortal el recuerdo de los sueños
y la noche se enfría con un ruiseñor perdido
entre juncias y espinas,
enamorado de un petirrojo
al que pretende adivinar en medio de la bruma.

 

Lo mueve la búsqueda de la libertad,
viejo marino del océano tumultuoso
donde el tiempo seco produce angustias
aunque no haya suspiros ni quejas, 
porque el destino siempre gime hacia la muerte.

 

Son voces de piedra, quizás,
ermitaños en un bosque de estruendoso contenido.

 

Poetas malditos de autodestrucción
que siguen las huellas de las lágrimas, 
del dolor solitario, el yo íntimo, 
de las palabras que se balancean entre el amor y el odio,
desprecio material de las cosas,
lo que importa es el dictado del corazón malherido. 

 

Existen, ya para siempre, 
en el espíritu del mundo
entonando canciones sin esperanza, 
himnos de ninfas y semidioses,
que nunca se extinguen.

 

Pasan de puntillas, 
pero están en la melancolía
de muchos inviernos dormidos.