Publicado el 15 de septiembre a las 18:01
Los separatistas de Junts, a través de su figura más visible —pese a que no ostenta cargo alguno en el partido—, Carles Puigdemont, y tambien los de ERC, han exigido una amnistía para todos los encausados en el procés, a cambio de sus votos. Es obvio que el Gobierno está negociando discretamente los términos de esta. A pesar de que no conocemos nada de la negociación, los posicionamientos ya se han disparado.
Como era de esperar, las derechas han iniciado una campaña virulenta contra cualquier tipo de amnistía futura y llevarán su oposición a la calle y a todas las instituciones en las que están representados —parlamentos autónomos, diputaciones, ayuntamientos— aunque el tema no tenga relación alguna con las competencias de estos y aunque no se sepa todavía si habrá pacto o no, ni los términos del mismo. Dan por hecho que el Gobierno violará la Constitución y auguran todo tipo de males tales como el sempiterno “se rompe España”, al que ahora añaden, “se va a acabar con la democracia y la Transición”.
Al margen del cansino teatro que siempre practica nuestra amada derecha, a los demócratas no sectarios nos interesa debatir en profundidad los pros y contras de una eventual amnistía. Porque, entre ellos, los hay partidarios y detractores y todos tienen sus argumentos. He elegido los artículos de Ramon Jaúregui (El Mundo, 06/09/23), Xavier Vidal-Folch (El País 12/09/23) y Javier Cercas (El País, 13/09/23). Los tres me parecen muy buenos conocedores del separatismo —el primero, el del País Vasco y, los otros dos, el de Cataluña— y opinadores políticos que se han distinguido siempre por su espíritu crítico.
Jaúregui afirma que la amnistía “no cabe en la Constitución”, que “supone la legalización encubierta contra actos del Estado que están penados” y que “es el reconocimiento a la unilateralidad que un sistema constitucional no puede aceptar".
Vidal-Folch alaba la desinflamación de Cataluña producida por los indultos y advierte de la asimetría actual entre los dirigentes indultados y los cientos de cargos intermedios que siguen encausados. También cita al especialista Juan Luis Requejo para avalar la constitucionalidad de la amnistía, la cual considera una concreción de la competencia de gracia de los gobiernos. Vidal-Folch introduce una distinción interesante entre borrar el hecho delictivo y borrar la figura delictiva y afirma que se puede amnistiar el primero sin anular la segunda. Es decir, si los separatistas volvieran a violar la ley, la amnistía no les protegería de ser nuevamente encausados.
Cercas, en cambio, opina que “una amnistía equivale al borrado del delito, a declarar que el delito jamás existió”. En consecuencia, una amnistía expresaría que “nuestra democracia no tenía razón, que su legalidad era un fraude, que quienes tenían razón fueron los catalanes que arremetieron contra ella”, “la amnistía deslegitimaría la democracia legitimando a quienes la atacaron”.
Yo doy por supuesto que el Gobierno se está asesorando de los mejores juristas y que, en caso de alcanzar un pacto, la posible ley que saliera de él sería completamente constitucional. Cualquier otra opción carecería de sentido y de futuro. Por lo tanto, lo que procede debatir es la conveniencia política de dar o no dar ese paso, sabiendo que —aún explicándolo de la manera más didáctica posible— contará con la fuerte oposición de una gran parte de la población.
No soy jurista, pero también doy por supuesto que se podría amnistiar el hecho delictivo y sus consecuencias penales sin eliminar la figura delictiva. Es decir, la democracia se reafirmaría en que el delito existió siempre, pero se anularía o perdonaría su perpetración en una ocasión determinada. Eso echaría por tierra parte de la argumentación de Jauregui y Cercas, ya que estos suponen que la amnistía borra también la figura delictiva y que, en consecuencia, ello equivaldría a admitir que la democracia estuvo equivocada al procesar a los separatistas.
Por desgracia, la cuestión de la amnistía no se suscita como una iniciativa política autónoma del Gobierno para completar la “desinflamación” de Cataluña iniciada con los indultos, sino como una transacción con los separatistas a cambio de una investidura. Ese hecho sesga todo el debate y lo impregna del aspecto de una cesión por parte del Gobierno que, de otro modo, no haría.
Tampoco los secesionistas lo están poniendo fácil porque “venden” su reivindicación de la amnistía justamente como lo que no sería aceptable: como el reconocimiento por parte del Estado de que ellos no cometieron ilegalidad alguna. Peor aún, Junts afirma estar legitimado para volver a intentar una secesión unilateral.
En estas condiciones, el pacto se torna muy difícil porque los respectivos puntos de partida están muy alejados. El Gobierno quiere una investidura, pero los límites de lo que puede aceptar son estrechos. Los separatistas de ERC y Junts, por su parte, quieren sacar el mayor rendimiento posible a sus imprescindibles votos, a pesar de que su peso conjunto en el electorado catalán se ha reducido el 23-J del 46,5% en 2019 al 24,3% y representan tan solo el 3,6% del electorado español.
Facilitaría mucho las cosas que los separatistas reconocieran sus atropellos a la Constitución durante 2107 y se comprometieran a respetar las leyes en el futuro. Nadie les pide que dejen de ser independentistas, como nadie pide a los musulmanes que abandonen el Corán, ni a los republicanos que se hagan monárquicos. Tan solo se pide a todos ellos que respeten las leyes que nos hemos dado democráticamente. Y que, si no les gustan, trabajen para cambiarlas, también democráticamente. Pero algo tan simple de entender es, por desgracia, como pedir peras al olmo porque los separatistas reclaman falazmente que ellos siempre respetaron la democracia —nada hay más democrático, mienten, que votar en un referéndum, obviando que no tenían competencias para convocarlo— y que tan solo son víctimas de un estado fascista.
Así las cosas, lo único que puede hacer que el Gobierno y los separatistas encuentren un punto de equilibrio aceptable para ambos es el miedo a una nueva convocatoria electoral. En mi opinión, el Gobierno no debe ceder si las pretensiones de los separatistas se acercasen a la linea que estos —por cálculo o por miedo a aparecer como traidores a su electorado— manifiestan públicamente. Esta firmeza sería sin duda su mejor pasaporte para afrontar unas nuevas elecciones y el peor para los irredentos separatistas.