Una vez allí, recorrimos paisajes envueltos en verde clorofila, montañas con perfiles de sierra, ríos deslizados sobre azul turquesa, lagos transparentes donde patos salvajes vuelan entre abetos y nubes.

 

Más tarde, en el Adriático, salado y caliente, floté eufórica al lado de pueblos desconchados que silenciaban secretos de conquistas. La naturaleza, desatada, en un vals de armonía y calma. Hasta que un día me perdí. Caminábamos en un bosque siguiendo las marcas pintadas en árboles. Un sendero circular bajo un calor sofocante. En un momento las señales se desvanecieron, troncos caídos impedían el paso. El pánico, un lobo que camina conmigo siempre a ritmo quedo, comenzó a salivar a través de los colmillos vampirizados.

 

Cegada por las palpitaciones decidí desandar el recorrido. Habíamos dejado atrás una carretera angulosa. La carretera como vestigio de civilización. Sentí que aquel era un lugar seguro. Llegué exhausta. La ansiedad consume la gasolina vital a un ritmo trepidante. En la carretera descubrí que hacían falta otras horas más para poder llegar al pueblo del que habíamos salido. Pánico exponencial.

 

De pronto un coche baja de las alturas. Se para. El conductor es un chico joven. Está cubierto de virutas de madera. Los asientos tienen polvo. Hay restos de botellas, papeles, desorden. Habla un idioma diferente al nuestro. Alguien dice: ” Ella está nerviosa”. Entonces se baja. Saca la silla de bebé que hay en los asientos traseros. Nos invita a subir a los cinco que conformamos el grupo y a la velocidad del rayo conduce inmortal hasta la entrada del pueblo.

 

Constatar que el mundo está lleno de magia y de seres humanos buenos me redime de todo. Nada más. Nada menos.