En cada momento, en cada tiempo, en cada ocasión, también en cada edad, cada cual entiende la vida de distinta manera y según sus intereses. En otras ocasiones, tal vez las más, la interpretación que se dio en un momento dado sigue válida y está plenamente vigente, aunque hay que reconocer que tiempo y espacio son evolutivos.
El tiempo contempla, como las actitudes sociales, pero también las individuales, cambian, se radicalizan, se llenan de argumentos falaces para justificarse.
Así ocurre con la intolerancia, que es ciega, y además ciega a quienes la siguen aún a pesar de la creencia de sus defensores de ser videntes privilegiados, que con vehemencia solo perciben oscuridad frente a la claridad que ofrecen las ideas, el raciocinio o el libre pensamiento.
La intolerancia es la cicuta misma, esa infusión herbácea que hace siglos acabó con la vida de Sócrates, y que seguirá envenenando a aquellas sociedades o colectivos que no sepan substraerse al pensamiento único, a la intransigencia o la incapacidad de comprender que solo una sociedad plural nos alimenta y enriquece.
… SÓCRATES CAMINO DEL SILENCIO.
…Y sí, un día decidió callar. No era posible seguir hablando. En su entorno, y también fuera de él, se creó un ambiente hostil. Las ideas molestaban si se expresaban. Las palabras importunaban a quienes ni las compartían ni las comprendían.
En nombre de la libertad de expresión se produjeron muchos silencios, se taparon bocas, se modificaron o suprimieron libros, se ahogaron canciones, se enmudeció a quienes querían hablar, se exterminaron conciencias. Se censuró la vida y los sentimientos.
Se impuso el pensamiento único, un totalitarismo versátil, que desde una arrebatadora intransigencia era capaz de trasladarnos las ideas más absurdas, las críticas más feroces a la ciencia, los pensamientos más obtusos, simples o vanos, y nos los trasladaban como si fuesen grandes doctrinas emanadas de cabezas privilegiadas.
Sin embargo, todo era una patraña, una mentira convertida en doctrina ciega, una fe sin razón, una razón sin fe.
De niño me enseñaron que no había que callarse, pero sí que había que expresarse con prudencia y raciocinio para convencer con las ideas propias. Mis razones no tienen por qué ser, para los demás, ni verdaderas, ni justas, pero sí respetables. Respetables para mí, y para quienes profesan una filosofía de lo plural, aunque siempre tengan la capacidad de evolucionar considerando las expresadas por otros, la transformación de la realidad o el cambio de paradigma.
Nadie debe morir, ni física ni intelectualmente, por sus ideas. El fanatismo es una enfermedad, algo que no debe consentirse y debe extirparse. Fanatismo e intolerancia no tienen principios, son actitudes asesinas.
Supimos de Sócrates, el que más se aproximó al conocimiento creador, como el único hombre al que los griegos hicieron morir por sus opiniones. Se había creado enemigos irreconciliables entre los sofistas, los oradores, los poetas ..., entre los supuestos sabios, entre los preceptores, entre los jueces, los políticos y la plebe, entre quienes suponían que la venganza era un arma contra el pensamiento libre, es decir, los no sometidos a orden ninguno.
A Sócrates se le imputaba inspirar en los jóvenes máximas contra la religión y el gobierno, de no estar conforme con la ortodoxia. Se le acusaba de pensar, de buscar la verdad y la justicia, de combatir el vicio de la ignorancia, de predicar la virtud, de definir el alma como aquello que nos califica de sabios o de locos, buenos o malos, una suerte de combinación entre inteligencia y carácter. Era una revolución que ponía en cuestión a los viejos dioses, las arraigadas creencias, que algunos se empeñaban en que fuesen eternas.
Finalmente, la mayoría de quienes le juzgaron y condenaron, cegados por la pasión, votaron por la cicuta. Y la sentencia fue aplaudida por la fanatizada plebe, por esa plebe que había perdido, sin saberlo ni quererlo, el raciocinio y la Libertad.
Y Sócrates, sin miedo, optó por aceptar una sentencia injusta y bebió la cicuta. Solo los más conspicuos atenienses, una vez calmados los ánimos de la agitación, sintieron horror por lo que se había hecho. No habían matado a Sócrates, habían asesinado la libertad, la tolerancia, el pensamiento libre.
El error ya era irreversible. Lo destruido, irreparable. El mundo se había convertido en una charca putrefacta en la que la inmensa mayoría se sentía cómoda y feliz, pero donde algunos creían ser los “dueños” de “la felicidad” de los demás, “raptores de la conciencia útil” esa misma que les evitó pensar, discernir entre lo bueno y lo malo, ser ellos mismos, y por tanto, ser verdaderamente libres.
En esa “nueva sociedad” , en ese “nuevo mundo feliz”, en esa “distopía de la estupidez” solo quedaban fuera la “minoría molesta” que se atrevía a pensar, discernir, filosofar, educar, soñar, amar … En ese nuevo mundo sobraban, sobre todo, los poetas.